HAY que ver lo lejos que queda el Parlamento Europeo después de elegir ayuntamientos, diputaciones, Parlamento Vasco, Congreso y Senado. Da pereza obligarse a otro paseo a las urnas y el vacío de interés lo colman discursos de intención.

Esta Europa se la juega después de haber construido un modelo de bienestar compartido basado en principios de solidaridad horizontal y coincidencia de intereses –sí, también se gana más en el negocio común de un mercado de 27 países que en 27 negocios de mercado que desfilan de a uno en fondo–. Se la juega porque estamos tan preocupados en cuánto durará la riqueza, mal que bien repartida con sus aciertos y errores, que empezamos a dedicar más tiempo a enterrarla que a garantizar que siga fluyendo. Nos preocupa tanto que vengan de fuera a compartirla que perdemos de vista que hemos dejado de ser suficientemente productivos precisamente por falta de esa ilusión por crecer que los europeos de los dos últimos siglos llevaron por el mundo. Ahora desconfiamos de los motivos por los que otros vienen a buscar su sueño pero nos enorgullecemos de nuestras diásporas.

Así que compramos mensajes de digestión rápida. Unos nos dicen que esta Europa del austericidio no merece nuestros desvelos; otros, que esta Europa de la barra libre es insostenible. Todos ellos agitan sus varitas en el aire mientras piden que depositemos en ellos nuestras conciencias porque tenemos derechos y no culpa. Ni responsabilidad. Para que Europa seamos nosotros hacemos falta. Con derechos, con culpas y, sobre todo, con responsabilidad. Fuimos los austericidas, los derrochadores, los solidarios, los hipotecados, los heroicos, los aburridos, los inconscientes y los comprometidos, según el día. Los que elegiremos la dirección de mañana deberíamos ser nosotros. De lo contrario lo harán ellos, sean quienes sean.