NO soy muy de monarquías, la verdad. Ya en la escuela nacional se me atragantó el himno de “Isabel y Fernando el espíritu impera, moriremos besando la sagrada bandera”.  Demasiado para el cuerpo léxico de un niño de cinco años recién iniciado en la doctrina y que no pensaba en morir, no a tan temprana edad, y mucho menos besando una bandera. Luego con el tiempo he aprendido que las realezas están llenas de trampantojos. Isabel y Fernando, es decir, los Reyes Católicos, engañaron hasta al Papa, máxima autoridad religiosa y política en aquellos tiempos, para poder casarse.

Es difícil ver las bondades de una institución cuyos miembros son tratados de forma excepcional y bombardeados con privilegios cuando esos mismos miembros presentan comportamientos similares a los del resto de la plebe. La excepcionalidad no se justifica a no ser que veamos en la realeza el mandato divino. Hecho poco constatable.

Como digo, no tengo gran afición por la regia institución; ni tan siquiera por la británica, casi siempre conocida como la  familia real inglesa en el papel couché, donde tiene tratamiento de preferencia. Los Windsor sacan a las demás realezas europeas varias traineras de ventaja: en la pompa y en el boato, en los escándalos y en la popularidad, en la comedia y hasta en la tragedia. Pero si por algo destacan los Windsor, antes Saxe-Coburg- Gotha;  tuvieron que cambiarse el apellido para poder reinar, es en el tema del patrimonio. El botín que ha acumulado la dinastía de origen alemán en los últimos siglos es simplemente exorbitante. Siete palacios, diez castillos, doce casas y 56 casas de campo son entre otras las propiedades del soberano, según la revista Forbes. Suficientes para no tener problemas a la hora colgar la corona real en algún sitio. Tampoco parece que al nuevo coronado le preocupe demasiado el dinero, pero también es verdad que en su posición a pocos les preocuparía.

Al ahora monarca le ha costado llegar al trono. Muchos pensaron que nunca lo haría. Su madre, la reina Elizabeth II no le facilitó el camino. Lo hace con 74 años, una edad más propicia para dejar el trono que de sentarse en él. El nuevo soberano ya no tiene un imperio al que atender como lo hicieron antes sus antecesores. Ahora el papel del Reino Unido es bastante más insignificante en el contexto internacional. Charles III tendrá que concentrar su actuación ante los ciudadanos británicos que a decir de las encuestas no le valoran demasiado, sobre todo los más jóvenes manifiestamente desafectos a la monarquía y que ven en el soberano un abuelo con un acento del siglo pasado y más preocupado por la fealdad de la arquitectura modernista que por el futuro de las nuevas generaciones.

El monarca se encuentra con un país deprimido, donde la crisis económica ha atizado muy fuerte y la política últimamente ha seguido una trayectoria más parecida a la de Italia que a la solidez institucional del Reino Unido. Si el gobierno conservador no tiene los días contados, es porque todavía queda mucho tiempo para las próximas elecciones, a principios de 2025, y por la propia debilidad de la oposición.

Las tensiones territoriales serán también una prueba de fuego para el nuevo soberano. Su madre se preocupó mucho de tener una presencia constante en el castillo de Balmoral en Escocia, donde era apreciada por las generaciones de más edad, y aunque Charles III estudió en el internado de Gordonstoun, también en Escocia, su experiencia fue más bien amarga. La dureza del internado y la extremada actividad deportiva del centro no iban con él. Pero si en algún sitio se puede sentir extraño el nuevo rey será en Irlanda del Norte. No se puede olvidar que su tío favorito, mentor, y más cercano a él que su propio padre, lord Mountbatten, fue asesinado por el IRA. Irlanda del Norte, cada vez más republicana, puede ser una piedra en el zapato de un soberano más proclive a expresar sus sentimientos que su madre, la difunta reina. Son muchos los que aún hoy se preguntan si será capaz de administrar sus silencios y no crear controversias. Hace años denunció los peligros del cambio climático, cuando ningún dirigente político lo había hecho todavía. También dejó entrever su poca complicidad con las políticas de Margaret Thatcher. 

Cuentan las crónicas que cuando el soberano era pequeño pasaba mucho tiempo en su residencia observando un cuadro con la figura del monarca Charles I, un hombre piadoso, pero convencido de que su poder emanaba de Dios, y que no tenía que rendir cuentas al Parlamento de la nación. El caso es que Charles I fue sentenciado a muerte y decapitado en Londres por hacer caso omiso al Parlamento. Una vez ajusticiado, los subditos mojaban los pañuelos en la sangre real convencidos de que esta les salvaría de las enfermedades de la época.

Hoy en día, nadie piensa que el nuevo monarca pueda correr semejante riesgo, pero aún en estos tiempos de parlamentarismo inestable y desigualdades galopantes el nuevo soberano habrá aprendido la sentencia del Evangelio: manso como un cordero y astuto como una serpiente.

Aunque todos sabemos que la monarquía está a medio camino entre la historia y el relato de hadas, solo me cabe desear que en la Declaración de Renta a Charles III le salga a pagar, porque ya vale de cuentos, aunque sean reales.

Periodista y escritor