Ayer entró en vigor la Ley del solo sí es sí, que trata de protegernos de tipejos como los de La Manada, quienes han campado a sus anchas a través de la vulnerabilidad de cientos de mujeres. Ellos, los conocidos. Invisibles, miles más.

Converso esta semana con un grupo de amigos (todos hombres) sobre cómo era nuestra adolescencia y cómo es ahora. Convenimos en que la cosa ha cambiado mucho, desde la música hasta las relaciones personales. Sale, como no puede ser de otra manera, el ligoteo que ellos recuerdan con mucho humor como un ejercicio llenos de noes y que yo les ratifico a través de una sonrisa.

Es llamativo cómo mis colegas evalúan su adolescencia con esa mirada que hoy parece incluso cándida habida cuenta de que hemos necesitado una ley que aclare que permanecer callada no significa sí para que se abuse de nuestro cuerpo. Que, a veces, el miedo paraliza de tal manera que las palabras no salen por mucho que en el interior se esté a gritos diciendo que no, que eso no.

En un momento dado de la conversación, uno de mis amigos reflexiona en voz alta que, a pesar de lo que pudiera parecer por el avance en materia de igualdad, en la visibilización y mayor conocimiento del machismo y todas sus ramificaciones, hoy pudiera parecer lo contrario, que estemos ante una involución en nuestra protección.

Entonces me llegan los ecos de los estudiantes del Colegio Mayor Elías Ahuja de Madrid que consideran natural gritar desde las de sus habitaciones a las estudiantes de otro colegio cercano cosas como: “Putas, salid de vuestras madrigueras”, “ninfómanas” o “vamos a follar”.

Ante este capítulo concluiría que, quizás, mis amigos tengan razón, mucha razón, que nos queda mucho por delante para mejorar. Pero también me doy cuenta de que hace unos años las mujeres no hablábamos de igualdad con nuestros colegas. Un ejemplo tan bueno como cualquier otro para testar que, a pesar de las piedras en el camino, las cosas sí van cambiando pese a los cafres machirulos de turno.