LOS exámenes tipo test tienen sus ventajas. Especialmente para quien corrige, que últimamente suelen ser unas máquinas dotadas de la tecnología más moderna y preparadas para detectar si has rellenado la casilla correcta. Tienen, además, la capacidad de hacerte saber el resultado de la prueba antes de que llegues a casa y compares tus apuntes con esa hoja de papel cebolla donde han quedado, a duras penas, reflejadas las respuestas. Un punto a favor, especialmente, cuando el número de examinados es alto. Yo, la verdad, me inclino más por destacar la parte negativa de este formato. Hay pocas cosas que consigan ponerme tan nervioso como esas cuatro opciones de las cuales, siempre, al menos dos se parecen más de lo necesario.

Esa exigencia de exactitud, esa obligación de decantarse por A o por B, por blanco o negro, sin opción de dudar, de comparar, de explicarse o de matizar me produce dos sensaciones: la primera es la inseguridad a la hora de responder y, la segunda, un cierto sentimiento de envidia de quien tiene la capacidad de hacerlo sin titubear, atribuyéndose la razón absoluta y sin permitir que nadie cuestione su opción. Recuerdo cuando una profesora de la Universidad se negaba a hacer exámenes tipo test porque, a su juicio, la respuesta correcta en Derecho siempre es “depende”. Últimamente, al presenciar ciertos debates públicos o declaraciones en prensa de determinados responsables políticos, me acuerdo mucho de aquella profesora.

¿Hay que rebajar el consumo energético o hay que producir más energía? ¿Hay que reducir el gasto público o hay que subir los impuestos? ¿Hay que limitar el precio de los alimentos o hay que dejarlo estar? Un populista responderá sin dudar y no lo hará como consecuencia de una reflexión fundada en argumentos serios y razonables. Simplemente se posicionará en base a su interés político, estratégico o demoscópico. En cambio, una persona seria seguirá el consejo de aquella profesora y, tras estudiarlo bien, responderá “depende”.