LOS indecisos a veces tienen el poder de declinar la balanza en unas elecciones y otras, de sacarte de quicio. Veranear con ellos conlleva que se te derrita el helado hasta el codo mientras deciden entre cucurucho o tarrina, de qué tamaño, cuántas bolas y los sabores. En el peor de los casos, les ofrecen un surtido de toppings. ¿Pero qué necesidad había de coronarlos con crocanti de almendra, bolitas crujientes o virutas de colores? Quizás sea una estrategia comercial porque para cuando terminan de elegir tú ya estás petrificado como la estatua de la libertad, el sirope te llega al sobaco y o te pides otro o te quedas al verlas chupar. Si eso les pasa con un simple dulce, imagínense a la hora de ir a comer. Para cuando arrancan, todos los restaurantes están petados y solo queda decantarse por el que menos yuyu da entre los vacíos. Optáis por la terraza. En esa mesa no que está sin recoger, que da el sol, que da la sombra, que la abuela fuma, que hay una cagarruta de paloma... Por fin os acomodáis. Mejor en aquella por si llueve. Os cambiáis. Un trueno y chorros de boca de incendio que no hay sombrilla que pare. Todos para adentro. En esa no que está sin recoger, etc. Acabáis en una de esas mesas altas para jugadores de baloncesto. Con las piernas colgando como Doña Rogelia. Quizás sea una estrategia comercial porque, con lo que te cuesta subir al taburete, ya no te bajas, aunque te sirvan un cachopo con el que podrías llegar sin comer a la final de Supervivientes. l

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