Alos que ya hemos llegado a una edad como para tener memoria histórica, se nos puede preguntar dónde estábamos y qué hacíamos cuando ocurrieron acontecimientos destacados como el 23-F, el atentado a las Torres Gemelas o, en este caso y en este momento, el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Ayer se conmemoró el 25º aniversario del secuestro y crimen del joven concejal de Ermua y recuerdo perfectamente dónde y con quién estaba cuando ETA cumplió su amenaza. Apostar la vida o la muerte del concejal al traslado de todos sus presos a cárceles vascas era una condena inapelable.

Fue extraño que ETA secuestrase a un concejal prácticamente anónimo, sin más protagonismo político que haber resultado electo por el PP en el Ayuntamiento de Ermua, sin cumplir aún los 30 años ni haber destacado especialmente en su función municipal. Quizá por ello, por lo incongruente de fijar su operativo en esa víctima, ETA comprobó en carne propia la ira de una sociedad indignada, harta de tanta violencia injusta y arbitraria.

Los tres días transcurridos desde su secuestro hasta su asesinato fueron convulsos, trepidantes. Tres días en vilo, en una agonía social que fue derivando en ira. Por primera vez la multitud se echó a la calle de forma masiva y sin miedo, en un intento no de disuadir ETA, sino de hacerle llegar el hartazgo de la sociedad vasca. Por primera vez la Ertzantza tuvo que proteger las sedes de Herri Batasuna de las acometidas de una multitud enfurecida. Se sucedían sin descanso en los medios informativos las imágenes de dirigentes políticos, paisanos y familiares del concejal secuestrado, reportajes de manifestaciones y concentraciones como si un resorte insólito hubiera aguijoneado a la sociedad. No hubo clemencia. ETA desoyó el clamor del pueblo y, según su jerga, “ejecutó” al joven y casi anónimo concejal.

Es aventurado afirmar que el asesinato de Miguel Ángel Blanco fuera el detonante para que la sociedad vasca, así, en genérico, despertase del letargo, tal como manifiestan algunos analistas. Lo es, porque ya para entonces estaban movilizados varios colectivos que habían plantado cara al terrorismo abiertamente, colectivos como Gesto por la Paz o Elkarri que desde la propia sociedad vasca intentaron el fin de la violencia. Lo que sí parece más cierto es que fue tal la envergadura del error político –y, por supuesto, el atropello ético– de ETA, que la izquierda abertzale comenzó a ser consciente de que la violencia terrorista estaba impidiendo su propio desarrollo político. Se repetía corregido y aumentado el efecto negativo que para HB tuvo el atentado de Hipercor, esta vez con una repercusión amplificada mediática y políticamente que se prolongó en el tiempo y a fin de cuentas llevaría a la reflexión final y a la aceptación de la derrota.

Pero aquellos días trágicos de julio de 1997 fueron también acaparados por quienes vieron en la brutalidad de ETA y el silencio acobardado de HB una oportunidad para medrar electoralmente utilizando a Miguel Ángel Blanco y a todas las víctimas del terrorismo. Alguna vez tendrá que estudiarse a fondo quién y por qué se aprovechó de aquellos días de julio para expandir su odio al nacionalismo y a todo lo vasco, quién y cuánto recibió su recompensa por su militancia en foros y espíritus que hoy son poco más que espectros supuestamente intelectuales.

A día de hoy, ya que uno de cada dos jóvenes vascos desconoce quién fue Miguel Ángel Blanco, bien merece el recuerdo y homenaje al concejal que ETA secuestró y asesinó en julio de hace 25 años. Y ojalá nadie lo siga enarbolando como mártir de partido en exclusiva. La ausencia en el acto de Sortu podría entenderse como una decisión que evite posibles momentos de crispación, pero cualquier otra disculpa –lo del homenaje a la monarquía y a los cuerpos y fuerzas de Seguridad– puede ser señal de que aún les queda camino por recorrer. l