Recuerdo dónde estaba cuando ETA asesinó a Miguel Ángel Blanco como lo recuerdo en otras atrocidades como el 11-S en Nueva York o el 11-M en Madrid. Otras barbaridades más continuadas pueden quedar más diluidas y difíciles de asociar a un momento. Me ocurre con la matanza prolongada en África Central, Sarajevo, el martirio dilatado de la ciudadanía siria o kurda o afgana o iraquí o palestina. Blanco, como antes Yoyes, Goikoetxea, Korta, Jauregui, Díez, Zabalza, Lasa o Zabala, es nuestra propia tragedia incongruente.

Estos días se reverdecen los recuerdos con motivo del 25 aniversario de aquel día maldito en un calendario lleno de días malditos. Vuelven en dosis controladas la rabia y el dolor y, debo admitir, la perplejidad. Salvar a Miguel Ángel Blanco era una misión a la que muchos nos sentimos llamados. Hicimos frente sin mirar la sigla de quien nos acompañaba, aunque siglas había y algunas se exhibieron hasta la obscenidad. Luego, ETA escupió en nuestra cara su inhumanidad y, cuando más dispuestos estábamos a mantener el germen de aquella unidad, brotó la manipulación de los sentimientos.

Recuerdo con decepción lo que vino después del asesinato injusto. Las voces que pretendieron convertir la marea de solidaridad en carne de cañón del odio, la criminalización de ideas. Recuerdo que, en su guarida, ETA retozaba afilándose las garras a la espera de otro zarpazo mientras, fuera, se construía otra caverna que quiso hacer de la justa ira su palanca de poder.

Escribo esto antes del homenaje del domingo porque no quiero tamizar este recuerdo con lo que pase 25 años después. Siempre entenderé el dolor rabioso; nunca su utilización política. Siempre el agravio del que ha sufrido; nunca la exigencia de silencio hacia otros sufrimientos. Siempre la reconciliación; nunca la desmemoria. Hay ausencias atronadoras y presencias escandalosas.