veces, no me digan que no, el silencio del envidioso está lleno de ruidos, una de las mayores distracciones para la convivencia. El silencio del envidioso, les decía. El vecino que no soporta, en ocasiones porque no tiene con qué, los sonidos de la puerta de enfrente. Es una rareza, ya lo sé, pero también es por ahí por donde nacen las trifulcas más extravagantes. Más común es pensar lo que piensa la calle: que los malos parecen siempre más de los que son por el ruido que hacen. También es verdad, como dijo Lean de la Fontaine, que en ocasiones las personas que hacen poco ruido son peligrosas, como si fuesen predadoras que no quieren dejar señales de su presencia. Es complicado, ya ven, dar con la tecla adecuada. Y en el caso de que lo logres has de tener cuidado porque es posible que el ruido que provocas al pulsarla tal vez le moleste a alguien. ¡Qué difícil suena todo!

La otra cara de la moneda es la culpable: la intransigencia. Hay a quien le molesta el vuelo de una mosca y quien se cree que su retumbantes derechos van por delante de cualquier otro. Pongamos un ejemplo. ¿Acaso no tengo derecho a ensayar con un domicilio en mi caso? Por supuesto que sí. ¿Acaso estoy condenado a escuchar el chirriante vecino del vecino del segundo, incluso aunque sea un virtuoso con los cuerdas? Por supuesto que no. Si ninguna de las dos partes ceden el peligro es evidente e inminente, como una de esas torres de alta tensión señaladas con un par de tibias y una calavera.

En el propio ejemplo que les he puesto aparece la tercera derivada. ¿Qué es el ruido? Para quienes se dejan el alma en los gritos en pleno éxtasis esos no son sino síntomas de felicidad extrema. Para quienes los escuchan, pueden ser envidiables o pueden llegar a ser aberrantes, un hipogrito huracanado. ¿Qué hacer?