E he cogido unos días de unas probablemente inmerecidas vacaciones y, tras mis críticas a los que viajan mucho, yo lo he hecho sostenible, con coche híbrido y circulando despacio. Eso sí, una vez llegado buscando sol y calorcito, he encontrado lluvia y cascoporro de procesiones.

Terminada la lluvia, he cogido la bicicleta, método de transporte sostenible donde los haya, y he recorrido parajes próximos a mi lugar de residencia. En el que más me gusta y que recorre una escarpada costa que sube y baja viajando prácticamente todo el tiempo junto al mar, me acerqué a unas calas protegidas en un parque natural que se hizo famoso hace años al haberse construido un hotel que resultó ilegal, habiéndose dictado orden judicial de que se deshaga lo construido.

Al bajar la fuerte pendiente que te acerca al pueblo, entre dos pequeñas playas preciosas en un paisaje incomparable donde todavía se observa el esqueleto del hotel, surgió de golpe desde el camino de acceso a una de las playas una enorme furgoneta que me obligó a frenar bruscamente y pasarme al carril contrario. Paré, grité al conductor y este me sacó un dedo. Todavía tembloroso por el susto me quedé quieto y me indigné todavía más al observar que en la arena de cada una de las playas había más de 20 furgonetas enormes, las que mi amigo Xabier Iraola llama Happyfurgos, llevando alguna la pegatina de Greenpeace.

Cavilando mientras observo silencioso otra procesión, pienso que tras protestar para no construir un hotel, dedicarse a llenar ese mismo espacio natural de furgonetas es haber logrado muy poco. Aunque, claro, si incluso para dejar su naturaleza salen como les sale de los huevos y encima te sacan el dedo, quizás lo que buscan algunos furgoneteros proteccionistas de lo natural es que solo se haga lo que ellos dicen en los sitios que digan ellos para su exclusivo disfrute.