Por esa razón, unos cuantos mamíferos que habitan en zonas geográficas en las que en invierno hace mucho frío pero hay poca comida, hibernan. Sortean esa situación, la esquivan. No se mantienen activos durante ese periodo. Suprimen la actividad física y reducen mucho la temperatura corporal; podría decirse que "renuncian" a mantenerla elevada. De esa manera su metabolismo sufre un descenso muy fuerte, gastan así mucha menos energía. La hibernación es, en definitiva, un mecanismo de ahorro. Pero es un mecanismo que esconde misterios. Uno de ellos es la forma en que se las arreglan los animales que la practican para evitar perder masa muscular durante los meses que pasan en letargo. Cuando un animal permanece inactivo durante un periodo largo de tiempo, lo normal es que pierda masa muscular.

Los animales reciclamos proteínas de manera permanente. Continuamente las degradamos para volver a sintetizarlas a continuación; están sometidas a una renovación continua. Pero ese reciclaje no cursa con una eficiencia del 100%. Una pequeña parte del nitrógeno de las proteínas se pierde. Los mamíferos eliminamos ese nitrógeno en la orina mediante la molécula de urea.

Debido a la caída de la actividad metabólica, la velocidad a que se renuevan las proteínas disminuye mucho durante la hibernación, por lo que también baja mucho la cantidad de nitrógeno que se podría perder así. No obstante, a pesar de esa gran bajada del metabolismo la minimiza, la pérdida de nitrógeno podría ser de tal magnitud que se produjese una pérdida muscular considerable. Sorprendentemente, eso apenas ocurre; los pequeños mamíferos que hibernan apenas pierden musculatura. Tal es así que cuando recuperan su nivel de actividad normal a final de invierno o primavera, su masa muscular apenas ha disminuido y pueden desarrollar una vida normal.

Un hallazgo reciente ha arrojado luz sobre este misterio. En un estudio hecho con ardillas de la especie Ictidomys tridecemlineatus se ha descubierto que unas bacterias que viven en su intestino -en sus ciegos intestinales, para ser precisos- parecen tener un papel crucial en este asunto. Una parte, al menos, de la urea que resulta de la degradación de proteínas en el hígado es transportada por la sangre hasta los ciegos intestinales. Una vez allí, unas bacterias rompen las moléculas de urea y las transforman en moléculas de amonio -que es la forma disuelta del amoniaco- y de dióxido de carbono. Utilizan el amonio resultante para sintetizar aminoácidos que son absorbidos desde la luz intestinal de las ardillas a la sangre. Y de esa forma llegan a las células, donde son utilizadas para sintetizar proteínas.

El proceso recuerda mucho a lo que ocurre en el sistema digestivo de los rumiantes, donde los microorganismos desempeñan, entre otras, esa misma función, recuperando el nitrógeno que se podría perder en forma de urea y utilizándolo para sintetizar sus propios aminoácidos que, tras ser absorbidos, son usados para sintetizar nuevas proteínas. Un mismo mecanismo, la conversión de la urea en aminoácidos por microorganismos simbiontes, sirve al ganado para optimizar el uso del nitrógeno y a los hibernantes para salvaguardar su masa muscular. Esos microorganismos son herramientas biológicas multiusos.