EL miedo se parece a los cuchillos; estos sirven para cortar el pan tanto como para cortar un dedo, mientras que el miedo puede paralizarnos cobardemente o avisarnos ante algo de lo que hay que prevenirse. (Existe el miedo irracional, pero es una patología). Por eso hay que temer a los que no tienen miedo. Se creen valientes, pero son temerarios y peligrosos por su insensatez o por la desesperación de quien nada tiene que perder.

Es lo que tiene la guerra, mucho de insensatez y de miedo que, ahora mismo, conviven en Occidente con el sufrimiento del pueblo ucraniano que imagino como una negra estancia en la que se agolpan el pasado, presente y futuro. En estas situaciones trágicas, uno no sabe bien si odia o ama por lo que vive, por lo que vivió o por lo que vivirá.

Esta guerra debe enseñarnos muchas cosas, pero de la lejanía no solemos aprender casi nada. Es un mal maestro el llanto ajeno, a pesar de que Ucrania sumaba más de 15.000 muertos por la presión militar rusa desde 2013; ha tenido que producirse la gran invasión rusa para conmovernos en la Unión Europea prudente que, en realidad, esconde el miedo cobarde. Es algo que me hace recordar al mejor Churchill encarándose con el primer ministro británico Chamberlain, cuando la inacción permitió conquistar Checoslovaquia por los nazis: "Entre la guerra y el deshonor, habéis elegido el deshonor, y tendréis la guerra". Razones no le faltaron para repetir lo mismo al resto de potencias europeas amenazadas por Hitler.

Aquella acusación de traición, ceguera política y miedo cobarde sigue de actualidad, modificando el escenario de Checoslovaquia por Ucrania. Aun así, mi confianza es irrenunciable en el ser humano, capaz de lo peor y de lo mejor; es lo que mantiene plantado y bien regado mi esqueje de la esperanza porque no creo en quienes entienden la paz como el perro que devora los restos del obsceno banquete de la guerra tras el logro de imponerse a quien sea. La verdadera paz es otra cosa.

Cuando alguien comparte en sus redes sociales el mensaje de No a la guerra, está manifestándose por la paz como sinónimo de reflotar lo mejor de la vida y del ser humano. La desesperanza, aun sabiendo que la realidad es durísima, no es capaz de cambiar nada a mejor. Mientras algunos y algunas se bañan frívolamente en la destrucción, la avaricia y la muerte, otros luchan y viven cada momento en dirección a la luz. Ocurre siempre, también en Ucrania, como en Siria y Afganistán, en el olvidado Yemen y, en el caso que nos ocupa, también en las naciones que fueron masacradas por el régimen soviético del cual Putin es hijo. Un sistema soviético que fue una forma evolucionada del absolutismo ruso por el que los zares, y en particular su admirado zar Alejandro III, construyeron un imperio protegido por los países limítrofes a modo de su cinturón de seguridad además de fuente de trabajo y riqueza. Allí también se luchó por la paz y brotó la esperanza; testimonios sobran.

Putin pretende recuperar ahora aquel colchón estratégico con territorios fronterizos como Ucrania y rusificar de nuevo toda Europa oriental. Ya no nos acordamos de que buena parte de los 191 millones de muertos por las guerras del siglo XX fueron causados por los nazis y el delirio soviético del que algunos siguen sin abjurar. A los que hay que sumar las deportaciones masivas de Stalin como verdaderas campañas de limpieza étnica contra millones de personas, las torturas, las secuelas mentales, las agresiones severas al medio ambiente, etcétera.

Mi esperanza pasa también porque la pretensión de que este nuevo intento de Gran Rusia acabe topándose con sus propias y graves contradicciones y carencias. Dentro de unas décadas, nos preguntaremos cómo empezó todo esto, y la respuesta no quiero que sea la claudicación moral de Occidente frente a quienes hacen ostentación de un imperialismo dispuesto a amenazar en serio hasta la propia Unión Europea. Y sin olvidar la mirada atenta de China, posiblemente nuestro peor enemigo aunque con estrategias diferentes a Rusia.

En el fondo de esta invasión a Ucrania anidan varias causas, como casi siempre, pero una muy importante es la pérdida de fe en los valores éticos indispensables para una civilización. Por el contrario, la confortable decadencia en la que nos encontramos es una oportunidad de oro para los gobiernos totalitarios. La invasión rusa es una prueba, ya que nadie garantiza que Putin se quede satisfecho solo con Ucrania. Churchill tuvo visión, Chamberlain miedo, y de ahí el peligro actual de una falsa paz por claudicación. Que defenderse y agredir no es lo mismo.

Mientras unos soldados avanzan y otros esperan, mi esqueje de la esperanza sigue en pie en solidaridad con Ucrania, junto a muchos más de los que pudiera parecer, dispuesto a no perder nuestros valores más genuinos. Quizá Putin sin saberlo, metiendo miedo ha vuelto a activarnos lo mejor del ser humano.

* Analista