O caeré en la tentación de hacer un sesudo análisis del conflicto bélico que se ha desatado a las puertas de Europa. Eso es tarea para expertos y para los tertulianos de luxe que brincan de plató en plató dando su opinión con el mismo tono de rigor y clarividencia sobre temas tan variados como la crisis interna del PP, esta guerra, la pandemia y sus consecuencias o la extinción de la marmota listada del Ebro. Está sin embargo más que claro que la falta de respuesta real -de la OTAN, la ONU, la UE o las siglas que sean- en defensa de un gobierno democrático y, sobre todo, de una población desamparada está motivada por el temor a un enfrentamiento abierto con un país que posee un arsenal de armas nucleares y que está dirigido por un déspota sin escrúpulos. De modo que esa capacidad de destrucción genera una enorme impotencia entre los que asistimos horrorizados a un ataque que también pone de relieve la dependencia energética de Europa y la falta de una política común que le permita superarla o al menos atenuarla. La guerra era esto, comprueban estos días los milenials, que en muchos casos pensaban que era cosa de la Play. Mientras, los que ya sabíamos de qué iba el asunto recordamos que, cuando una potencia está gobernada por un enajenado, en algún lugar del mundo hay millones de personas en riesgo, llámense ucranianos o iraquíes, y que el resto de países solo puede asistir al atropello como espectadores.