E todas las frases pronunciadas a lo largo de su vida por el filósofo, escritor y poeta bilbaino Miguel de Unamuno (1865-1937), que por cierto fueron muchas, dado el impetuoso y polémico carácter del personaje, tres de ellas sobre todo tres, a mi juicio, han quedado para la posteridad. Una trata sobre su desconfianza hacia el progreso, la ciencia y la técnica, y suele ser mal entendida; la segunda versa sobre la antigüedad histórica de sus raíces vascas, y Unamuno la usa para darle la vuelta; finalmente la tercera, quizás la más conocida, versa sobre lo que debe ser la política, y que muchas veces no lo es.
La frase famosa de Unamuno sobre la ciencia se suele expresar como "¡Que inventen ellos!", una especie de reacción desesperada de Unamuno ante el desarrollo tecnológico de otros países frente al atraso español en su época. Pero ¿qué dijo en realidad Unamuno y por qué?
La frase aparece formulada en su ensayo El pórtico del templo, de 1906, y forma parte de un diálogo entre dos personajes, Sabino y Román, trasuntos de la razón científica y de la fe religiosa. Realmente la frase es "inventen, pues, ellos y nosotros nos aprovecharemos de sus invenciones". Incluso se justifica añadiendo "mientras nosotros ahorramos nuestro esfuerzo... para ir viviendo". ¿Por qué esta postura de Unamuno sobre el progreso, la ciencia y la técnica?
Una clave nos la puede dar un curioso y casi desconocido relato de ciencia ficción de 1913 del propio Unamuno, titulado Mecanópolis. El protagonista llega a una ciudad sin humanos, donde todo es gobernado por máquinas. Hoy, en la segunda década del siglo XXI suena hasta profético, ¿verdad? La situación le horroriza y le lleva a concluir (a Unamuno, que es quién escribe): "Y desde entonces he concebido un verdadero odio a eso que llamamos progreso, y hasta a la cultura, y ando buscando un rincón donde encuentre un semejante, un hombre como yo, que llore y ría como yo río y lloro, y donde no haya una sola máquina y fluyan los días con la dulce mansedumbre cristalina de un arroyo perdido en el bosque virgen".
El pensamiento de rechazo de Unamuno al maquinismo y al progreso material deshumanizado no era excepción en su época, era compartido por otros intelectuales, pero el rechazo de Unamuno tenía raíces propias. Nacido en el Bilbao liberal de la segunda parte del siglo XIX, técnica y ciencia eran parte del concepto de progreso que estaba implícito en el ambiente, concepto que influyó especialmente en Unamuno por su cercanía desde su juventud al pensamiento socialista y por las lecturas económicas que hizo a fines del XIX. Así, inicialmente Unamuno fue un decidido defensor del progreso, no solo espiritual sino también técnico y material, como refleja en sus primeros ensayos.
Pero más adelante se desató en Unamuno una crisis espiritual y en 1898 ya criticaba abiertamente el materialismo deshumanizado como algo aún peor que el fanatismo religioso: "¿Qué es un progreso que no nos lleva a que muera cada hombre más en paz y satisfecho de haber vivido? Suele ser el progreso una superstición más degradante y vil que cuantas a su nombre se combaten".
En su plenitud vital Unamuno estimaba que el progreso social ha de alcanzarse "conforme a las condiciones de la tradición viva, de la intrahistoria de un pueblo; de lo contrario, con una fórmula científica y universal, tan sólo se logrará anular al pueblo". Unamuno odiaba las máquinas por que las identificaba con la idea del progreso materialista deshumanizado que tanto rechazaba.
Unamuno, como pensador, también se sentía frustrado porque la ciencia y el análisis racional no le servían para resolver sus principales problemas de pensamiento filosófico, inalcanzables por la ciencia. Enrique Areilza, amigo suyo y que le conocía bien, explicaba así su animadversión: "Ha consumido la vida en conocer ciencia positiva, que es fría e inexorable; y como no le ha proporcionado gloria ni tranquilidad de espíritu, la odia a muerte; la odia tanto más cuanto la tiene dentro; es la espina dolorosa que mortifica su fe, pero de la cual no podrá desprenderse porque constituye el fondo de su gran saber y de su valía".
En su artículo de 1904 titulado Alma Vasca cuenta Unamuno su punto de vista sobre las ideas que circulaban en su época respecto a la antigüedad de los vascos y su cultura: "Es antigua en el pueblo vasco la pretensión de nobleza, originada del aislamiento en que vivió". Y continúa Unamuno con una curiosa anécdota: "Cuentan también que diciendo un Montmorency, creo, delante de un vasco, que ellos, los Montmorency databan no sé si del siglo VIII o IX, contestó el otro: Pues nosotros, los vascos, no datamos".
La anécdota es muy posible que la conociera Unamuno a través de los escritos de Antonio de Trueba, el cual la citó en un artículo escrito cuando estaba en su punto más álgido la cuestión foral, hacia 1876. También aludieron a ella por esas fechas algunas otras personalidades de la época. Pero ¿quiénes eran los Montmorency?
La Casa de Montmorency, cuyo origen está en siglo X, fue una de las más antiguas, ilustres y prestigiosas dinastías feudales francesas, teniendo el primer lugar de la jerarquía nobiliaria de Francia tras la Casa Real. El linaje toma su nombre del señorío feudal de Montmorency, al norte de París. No solo era una dinastía antigua, sino con motivos para sentirse orgullosa, ya que dio a Francia seis condestables, doce mariscales, cuatro almirantes e incluso un cardenal de la Iglesia católica.
Comparar a los vascos con los Montmorency, y poniendo a los vascos como muy superiores, era incluso entonces algo serio. Incluso Tirso de Molina en su obra "la prudencia en la mujer" hizo decir a don Diego de Haro respecto a los vascos que "un nieto de Noé les dio nobleza, que su hidalguía no es de ejecutoria".
Aún hoy en día muchos vascos dan gran trascendencia a esas ideas de excepcionalidad originaria sin advertir que, dejando de lado otras consideraciones, cuando el centro de la vida de un pueblo es el culto al pasado, se desvía su mirada de lo que de verdad debe importarle como pueblo, que es el futuro.
Unamuno desde luego no asumió la frase y le dio la vuelta, pues en el mismo artículo critica acto seguido las consecuencias de las obsesiones con el pasado: "Estos humos han producido ahora, a favor de la riqueza, una atmósfera irrespirable, pero es de esperar que digieran mis paisanos su riqueza y surja allí la cultura que canta sobre las chimeneas de las fábricas, como diría otro vasco, Maeztu, la que brota de expansión de vida".
Y continúa: "Se ha dicho alguna vez que el vasco es triste, y triste habría que creerle, a juzgar por los relatos de Baroja. Yo no lo siento así, sino que aspiro en mi país, y entre los míos, una alegría casera y recogida, y no pocas veces el estallido de gozo de la vida que desborda... No; mi pueblo no es triste; y no lo es, porque no toma el mundo no más que en espectáculo, sino que lo toma en serio; no lo es, porque estará a punto de caer en cualquier dolencia colectiva, menos en esteticismo. El día en que pierda la timidez, cobre entera conciencia de sí y aprenda a hablar en un idioma de cultura, os aseguro que tendréis que oírle, sobre todo si descubre su hondo sentimiento de la vida: su religión propia".
En palabras del propio Unamuno, los vascos "deberíamos tratar de ser los padres de nuestro futuro en lugar de los descendientes de nuestro pasado". Realmente a Don Miguel de Unamuno tanto los Montmorency como las dataciones de antigüedad propias o ajenas le importaban un ardite. Lo que le importaba (y preocupaba) era el futuro.
Finalmente, la frase famosa sobre política, atribuida a Unamuno y cuya literalidad ha sido objeto de interesantes debates, polémicas eruditas, publicaciones y hasta películas, fue la pronunciada en el acto del 12 de octubre de 1936 en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, donde Unamuno ejercía como rector, tres meses después de estallar la Guerra Civil.
Unamuno, que presidía el acto en nombre de Franco y llevaba en su bolsillo unas breves notas para hilvanar la presentación de los demás oradores y su discurso (notas que, conservadas, han servido luego para fijar el espíritu de su intervención), visto el cariz de las arengas patrióticas que se sucedían, incluidos ataques al País Vasco y Catalunya y elogios al fascismo, y el ambiente tenso que se respiraba, no tuvo pelos en la lengua para orientar sus palabras hacia la sensatez, llegó a mencionar a Rizal, héroe de la independencia de Filipinas y parece que afirmó que "conquistar no es convertir" y "vencer no es convencer, y hay que convencer". Con un público fanatizado, que no daba crédito a lo expresado por el viejo Rector, Unamuno fue interrumpido por una airada respuesta de general Millán Astray, que precisamente había luchado de joven en Filipinas contra Rizal, y que acabó incluyendo en sus palabras, según se afirma, un "¡mueran los intelectuales!" y un "¡viva la muerte!".
A Don Miguel apenas le dejaron decir más, el lío era enorme y hubo de abandonar por prudencia la sala, escoltado del brazo hasta su coche por Carmen Polo, esposa de Franco, y acompañados por el Obispo Pla y Daniel y el propio Millán Astray. Es en medio de la tormenta cuando se puede conocer el temple de quienes nos rodean. Asustados sus compañeros catedráticos por lo sucedido, y pensando más en asegurar su futuro individual que en defender la libertad de expresión y pensamiento en un recinto universitario, propusieron al Claustro solicitar el cese inmediato de Unamuno como rector, lo que se aprobó por unanimidad. Realmente, no hay como experimentar el fuego amigo de los propios compañeros para apreciar aún más a los adversarios coherentes y honrados. Al final, hostigado, apartado y recluido voluntariamente en su domicilio, finalmente el 22 de octubre de 1936 fue cesado de forma oficial Unamuno por tercera vez en su vida como rector de Salamanca mediante el Decreto número 36 de Franco (nunca el número de un Decreto Oficial ha sido tan significativo, y encima para mal). Apenas dos meses más tarde falleció Don Miguel, de quién Ortega y Gasset escribió al conocer la noticia un epitafio que le define de manera certera: "Solitario, terco e hirsuto vizcaino, todo sinceridad y corazón, hombre de carne y hueso, rebelde, apasionado, distinto". Se puede debatir en torno a la mayor o menor exactitud de las palabras dichas, pero siempre quedará claro el valor de Unamuno al, en medio de una audiencia fanatizada, pronunciarse por la razón frente a la fuerza bruta. Estas tres frases enmarcan bien la vida de Miguel de Unamuno, un bilbaino brillante, culto, amante de su patria, polémico por su sinceridad, para quién lo realmente importante en la vida no eran voces ancestrales ni preocupaciones telúricas, ni menos un desarrollo científico-técnico frio y deshumanizado, sino trabajar por el futuro de la sociedad mediante un desarrollo humanista y con la razón y el diálogo como pilares de su convivencia.
* Apoderado en las Juntas Generales de Bizkaia 1999-2019