NUNCIAN los oráculos que en la demarcación en la que me encuentro hay alguna posibilidad de que en el día de hoy y quizá a lo largo de toda la semana que le seguirá podamos quienes estemos pegados a la corteza terrestre mirar hacia arriba y notar en nuestro cuerpo los rayos del sol. No sé muy bien cómo tomármelo, lo de la previsión, digo, porque luego es factible que entre la niebla, la bruma, la calima o los tercios carlistas y toda nuestra ilusión quede arrasada un día más. Cuando vives aquí desde que naciste y te quejas del tiempo apestoso que hace durante muchos meses del año una reacción habitual suele ser la de "pues vete fuera", como si fuera fácil irse fuera, como si irse fuera fuera como coger un tren y una maleta y viajar hacia los mares del Sur y ya está, aquí paz y después gloria. Quizá en el fondo sea fácil, quizá en último término sea así de sencillo y todo lo que hay que hacer es reunir la decisión necesaria para cambiar de ubicación. Millones y millones de personas emigran una vez concluidas sus vidas laborales y unos cuantos menos lo hacen cuando aún están en ese periodo, pero lo hacen. ¿Por qué no hacerlo? Ya saben, 800 kilómetros más abajo hay inviernos de 14 grados, primaveras de 20 y veranos de 25, años con 3.000 horas de sol y los paraguas son artículos casi desconocidos. Es una tentación demoledora, no me digan. Ya, hay gente a la que le gusta su nido, sus montes, sus campos verdes, la lluvia, la humedad, mojarse. Me parece bien. Han nacido en el sitio correcto. ¿O simplemente se han adaptado a él? No lo sé. Yo hubo años, fácil 40, que lo intenté y hasta que creo que lo logré. Desde hace unos 10, en cambio, noto que de noviembre a abril veo algo verde y me sube la tensión. Y si está mojado ya ni te cuento. Ni fútbol veo si puedo evitarlo. Un tren que baje al sur. No me digan que no es para pensárselo muy en serio.