ER el fantasma de César es ser mucho fantasma. Todos los espíritus incorpóreos que flotan a mi alrededor desde aquella mañana de marzo del 709 de la fundación de Roma, los Idus en que mis presuntos amigos y hasta mi propio hijo me apuñalaron sin el menor decoro a los pies de la estatua de Pompeyo, se apartan reverentes a mi paso, pues ninguno es César, y yo sí. Como ya sospechaba desde mi juventud, incluso en el otro mundo hay clases.

Y aunque no haya dioses ni exista un Caronte que nos lleve en su barca al reino de Hades, las sombras en las que nos convertimos tras la muerte siguen para siempre deslizándose imperceptibles entre los vivos, comprobando que ellos son iguales a nosotros, que lo que fuimos son, que lo que hicimos hacen y que lo que erramos yerran. Como afirma el espectro de un rabino con el que a veces comento los asuntos del día, nada nuevo hay bajo el sol.

Aunque en los Senados de hoy es raro ver crímenes como el que me arrebató la vida y el imperio del mundo, empiezo a pensar que, más que por haberse vuelto pacíficos, es porque los senadores utilizan otras armas distintas al puñal. Parece que, si les falta valor y arrestos para clavar la daga en el pecho de su rival, les sobra malicia para perderle mediante tramas arteras, siendo el resultado final la muerte política de aquel a quien odian. Por decirlo con más claridad, de aquel al que quieren arrebatar el poder.

Pues en política el amor y el odio con el poder se mezclan y con el mismo se miden. Si posees el poder, los demás lo desearán, y si unos estarán dispuestos a servirte para que les hagas partícipes de él, otros estarán dispuestos a matarte para arrebatártelo. Y unos y otros siempre encontrarán sabias razones morales que hagan aceptable a sus ojos tanto su sumisión como su puñal. Y a veces ambas cosas. Bien lo sé por experiencia.

En estos Idus de marzo del año 2773 de la fundación de Roma, sigo con atención las luchas por el poder en los senados de la antigua Hispania, donde los clientes de los poderosos, a las órdenes de príncipes de diversa edad pero similar ambición, se han lanzado a la lucha por el poder de sus repúblicas llegados los Idus de Marzo, ignorantes de que lo que se pone en marcha en fechas nefastas como estas solo puede traer desgracias a quienes lo inician. Pero como el amor, la ambición es ciega.

Me cuenta el fantasma de Casio, con el que me he vuelto a hablar por puro aburrimiento y porque, como cuando estaba vivo, sigue siendo fuente de todo tipo de chismes y maledicencias, que cerca de la antigua Cartago Nova, en un reino que hoy llaman Murcia, a la traición ha seguido la traición, y los senadores y senadoras (pues hoy las mujeres pueden ostentar cargos que en mis días solo los varones alcanzábamos; la sombra de Catón está indignada por ello y ha dejado de hablar) han visto en pocas horas como la palabra y la firma de los togados cambiaba de sentido y de valor según subía el precio pagado por ella.

Quien inició la puja por la compra de voluntades debió ser un necio si no calculó que, una vez abierta la subasta, el precio lo fijaría tanto la ambición de unos como el odio de otros, pues a veces el despecho frente al posible beneficio de un enemigo mueve más voluntades que el propio oro. Pero estos príncipes de hoy y sus libertos y eunucos asesores olvidan casi siempre las lecciones de la historia y de la vida.

He sabido por otra sombra que desde Murcia el mal se ha extendido a otros reinos de Hispania. En el centro de esa agreste península, otro Senado ha sido disuelto en una urbe llamada Madrid, que no existía en mis días, y los príncipes de los partidos con sus clientes y conjurados se aprestan a la lucha el día cuarto antes de las Nonas de Mayo, y han llamado al pueblo a elegir a sus tribunos en el concilio de la plebe.

Me dicen que hay príncipes que temen al pueblo, y lo que este elija, y que parece que son los mismos que dicen representarlo. Veo que nada ha cambiado desde mis días, pues entonces ningún patricio convocaba al pueblo sin antes haber previsto quiénes hablarían convenientemente por el mismo, no fuera que númenes adversos se apoderasen del clamor de las masas y el poder, ese que tanto amamos, acabara en manos ajenas.

Otras luchas y desgracias amenazan senados en Hispania, y todo por no haber previsto los conjurados de Murcia que cruzar el Rubicón solo ha podido hacerlo con tranquilidad y sin dudarlo César, pues estuve toda mi vida meditando cada paso de mi caballo antes de darlo. Pero estos príncipes modernos, que no tienen ni toga, ni caballo, ni puñal ni cuna ilustre, nada saben de esto. Y hoy han puesto en marcha un proceso cuyo desenlace deberán temer.

Pues, como en mis días, nada bueno puede traer una traición cometida en los Idus de Marzo, y que será conocida, según afirma el maledicente Casio, como los Idus de Murcia.

* Apoderado en las Juntas Generales de Bizkaia 1999-2019