A toma de posesión del 46º presidente de los Estados Unidos el 20 de enero ha quedado inmortalizada por una frase: “La democracia ha vencido”. Dos semanas después del asalto al Capitolio, las palabras de Joe Biden tienen un significado especial: “Hemos vuelto a aprender que la democracia es valiosa, que la democracia es frágil”. Democracia y unidad fueron los temas centrales de un discurso pensado para el momento delicado que vive el país.

Desde los estándares de laicidad al uso en este lado del Atlántico, ladimensión religiosa de la ceremonia no pasó inadvertida. Diseñada hasta el detalle en su contenido, y en los invitados a intervenir desde el ambón presidencial, el segundo presidente católico en la historia de los Estados Unidos, después de John F. Kennedy, prestó juramento sobre una biblia familiar de 1893, de notables proporciones, sostenida por su esposa; un sacerdote católico y un pastor evangélico, cada uno en su turno, pusieron en manos de Dios el futuro de la nación y de su presidente; y tras el himno, cantado por Lady Gaga, la actriz Jennifer López interpretó versiones de dos canciones patrióticas, y leyó en español la última frase del Juramento de Lealtad: “Una nación, bajo Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos”. ¿Demasiados gestos confesionales en una ceremonia que centraba la atención del mundo? Es algo que entronca con las raíces de la democracia republicana.

Hace más de siglo y medio, el pensador político Alexis de Tocqueville (1805-1859) recogió esa intuición en su libro Democracia en América. Escribió que es un error considerar las sociedades democráticas como hostiles a la religión: está implantada en el corazón del pueblo, y por tanto impresa en sus raíces. Así lo reflejó en 1776 la Declaración de Independencia americana: “Sostenemos que estas Verdades son evidentes en sí mismas: que todos los Hombres son creados iguales, que su Creador los ha dotado de ciertos Derechos inalienables, que entre ellos se encuentran la Vida, la Libertad y la Búsqueda de la Felicidad. Que para asegurar estos Derechos se instituyen Gobiernos entre los Hombres, los cuales derivan sus Poderes legítimos del Consentimiento de los Gobernados”. George Washington y los delegados que once años más tarde firmaron la Constitución (1787) también recogieron esta concepción de la democracia como empresa moral: “Nosotros, el Pueblo de los Estados Unidos, a fin de formar una unión más perfecta, establecer la justicia, garantizar la paz interna, atender a la defensa común, fomentar el bienestar general y obtener, tanto para nosotros como para nuestros descendientes, las bendiciones de la libertad, ordenamos y establecemos esta Constitución para los Estados Unidos de América”.

Entender así la democracia no implica confusión entre religión y política: la dimensión religiosa de la sociedad queda naturalmente separada del gobierno, que mantiene una posición neutral, acorde con el principio de laicidad. La separación de ambos planos fue incorporada en la Primera de las 37 Enmiendas de la Carta Magna: prohíbe “la institución como religión de Estado” de cualquier religión, y a la vez garantiza el “libre ejercicio” de la religión: este es el fin, y la prohibición de cualquier religión oficial es el medio para conseguirlo, y no al revés.

Tocqueville describió las diferentes actitudes de las revoluciones americana (1776) y francesa (1789) sobre este aspecto. Mientras que en Francia se impuso una visión neutralizadora de la dimensión religiosa, en los Estados Unidos se extendió la creencia de que una sociedad civilizada y libre no puede subsistir sin religión. Los fundadores de la democracia americana estaban convencidos de que una estructura política sólo puede funcionar cuando en la sociedad existen convicciones vivas, capaces de motivar a la ciudadanía para una adhesión libre al ordenamiento comunitario. La conciencia de un sustrato moral, con raíces en el cristianismo protestante, fue decisiva para su arraigo en los Estados Unidos, sobre todo por su insistencia en la solidaridad y la libertad. El fundamento de las instituciones y mecanismos democráticos son las convicciones morales de la sociedad. Cuando se prescinde de estas, las instituciones quedan encerradas en una dimensión de gobierno por mayorías, que reduce la moralidad a la ética de los procedimientos, muy importante, pero no exclusiva.

Las convicciones de una sociedad presuponen un sustrato básico de humanidad. Está formado por las evidencias religiosas y morales custodiadas por los ciudadanos, de los que reclama actitudes correspondientes. En el discurso inaugural, el presidente Biden urgió a preservar ese patrimonio, del que también forman parte la unidad y el respeto a la verdad. Cultivar ese bien común, defenderlo y protegerlo, sin imponerlo por la fuerza, constituye una condición para mantener la libertad.

Puesto que las personas somos libres, y nuestra libertad es frágil, nunca existirá una estructura política definitivamente consolidada. La democracia y la libertad deben ser conquistadas una y otra vez, en cada generación. Es la tarea que ha emprendido de nuevo la democracia americana.

* Doctor en Ciencias Políticas y Derecho Internacional Público