En memoria de Javier Pagola, oroimenez

IERTOS políticos conservadores recuperan de vez en cuando la batalla por una Europa cristiana y los valores occidentales, como si estuviera en juego una identidad amenazada, identidad a la que conciben de un modo que es incompatible con la historia y con la pluralidad de las sociedades europeas.

Europa no se puede definir como sinónimo de Occidente. Las raíces históricas de la civilización occidental -Atenas, Roma, Jerusalén- no fueron europeas en el sentido occidental del término. Solemos olvidar que la cultura y la civilización occidentales tuvieron su origen en Oriente. El mundo antiguo era oriental, no occidental. La antigüedad clásica y los orígenes del cristianismo eran mediterráneos, en el sentido utilizado por Braudel. Como los griegos, tampoco los romanos tuvieron un sentido claro de identidad europea, que es algo más bien propio de la Edad Media, sino que concibieron a Roma como el centro del mundo. Por su historia y todavía más por el momento presente, Europa no equivale a Occidente.

Para los pueblos antiguos la división entre el norte y el sur era más significativa que la del este frente al oeste. Durante mucho tiempo los Alpes representaron una frontera geográfica y cultural mucho más que el Mediterráneo, que era el centro de la civilización. La contraposición entre el este y el oeste tiene su origen en el momento en que, desde el siglo VII la idea de Europa fue articulada contra el Islam, una contraposición que continuó a lo largo de la Edad Media, en la era moderna y hasta el final de la guerra fría.

La ampliación de la Unión Europea hacia el Este es cualitativamente diferente de las anteriores; no es sólo un aumento significativo de los estados miembros sino una reconfiguración de su marco civilizatorio. Con el desplazamiento de las fronteras de Europa hacia Rusia, y con la posibilidad de entrada de Turquía (ahora alejada por motivos democráticos, no civilizatorios), Europa se desplaza hacia Asia y se hace cada vez más post-occidental y policéntrica, como explicó muy bien Gerard Delanty. De este modo se superó la pequeña Europa de la guerra fría. La ampliación no sólo hizo a Europa más grande; también la transformó cualitativamente. A partir de 1989, tras la caída del muro de Berlín, desapareció la contraposición con el Este y comenzó la era de una Europa orientada hacia la construcción del mundo multipolar.

Desde estas premisas puede entenderse mejor cuál es la respuesta más apropiada a la discusión acerca de las raíces cristianas de Europa. Si la identidad europea no está codificada en un paquete cultural, tampoco puede definirse en términos de identidad religiosa. La identificación de Europa con el cristianismo -que procede de los Habsburgo y sirvió en su momento para oponerla al imperio otomano- no hace justicia al pluralismo religioso de Europa (tanto en términos históricos como sociológicos), pero tampoco acierta a hacerse cargo de la significación que lo religioso ha tenido y tiene en Europa. El problema no es reconocer u olvidar la importancia que ha tenido el cristianismo como uno de los orígenes de Europa. Este reconocimiento no puede ser justo, de entrada, si olvida que hay otras religiones que han contribuido decisivamente a configurar esa identidad que nos constituye. Ese pluralismo está exigido por nuestra historia (incomprensible sin la influencia del Islam o de los judíos), pero también por la actual composición de nuestra sociedades, en las que viven, por ejemplo, más de quince millones de musulmanes. Ahora bien, la cuestión de fondo estriba en que cualquier referencia a una cultura o religión no puede determinar la definición de la ciudadanía. Europa tendrá ciertamente que readaptarse a un pluralismo que no sólo se refiere a la variedad de religiones, sino también a la variedad de significaciones que la religión tiene para nuestros conciudadanos. Pero tendremos que llevarlo a cabo en el seno de esa disociación entre las creencias religiosas y lo público que ha permitido como ninguna otra la coexistencia de estilos y modos de vida.

Si en medio de este pluralismo de valores hubiera de destacarse alguno especialmente característico, yo tomaría como punto de partida aquella aguda observación de Montesquieu de que Europa ha estado siempre especialmente interesada en saber qué idea tienen los demás de nosotros mismos. Pienso que es esta disposición a verse desde fuera la que está en el origen de nuestras mejores construcciones y no tanto una supuesta defensa de algo propio y exclusivo. ¿Y si nuestros valores fundamentales fueran un conjunto de hábitos que han configurado una identidad que nos inclina continuamente a guardar distancia respecto de la propia identidad? Autorrelativización, reflexividad, distancia frente a uno mismo, curiosidad, respeto, interés por la compatibilidad, voluntad de cooperación y reconocimiento son las propiedades de una forma leve de identidad, pero sin la cual no podría llevarse a cabo el experimento europeo. En la Navidad europea celebraremos cosas diversas, pero la felicidad que nos deseamos tiene que ver con la suerte de poder vivir así.

El autor es catedrático de Filosofía Política e investigador 'Ikerbasque' en la Universidad del País Vasco