LLÍ estaba él. En medio de un salón de estética espartana destacaba entre los demás por su altura y por una barba entrecana que se encaramaba sobre una chaqueta de corte militar y camisa blanca acompañada de corbata negra. Rodeado de una larga decena de discípulos, políticos, empresarios y fuerzas de seguridad, llevaba la voz cantante. Nuestro pequeño grupo observaba la escena con cierto nerviosismo a la espera de ser presentados al hombre que había cambiado todo en su país para después, y durante seis largas décadas, no dejar que nada mudase.

Supe de la existencia de Fidel Castro en los primeros albores de mi vida: debía de tener yo unos cuatro años cuando oí su nombre en la penumbra de una habitación a través de una emisora de radio clandestina de sonidos distorsionados que mi padre seguía con devoción en nuestro domicilio de Bilbao.

Eran los primeros días del año 1959 y el emisor de la noticia, un locutor de tono exaltado, o eso me parecía a mí, hablaba de revolucionarios, una palabra que en mi pequeño cuerpo léxico no tenía cabida. Los revolucionarios en medio del clamor popular habían entrado en La Habana derrotando al régimen dictatorial y corrupto de Fulgencio Batista. El comentarista citaba nombres desconocidos como Che Guevara, Camilo Cienfuegos y Fidel Castro. El nombre de este último quedó fijado en mi memoria inmediatamente, ya que mi padre, como si fuera un secreto, me confesó con notable dosis de orgullo que el comandante Castro era buen amigo de su tío materno Hilario, religioso cuya labor pastoral se desarrollaba en la iglesia de La Merced en la capital cubana desde hacía varias décadas.

A lo largo de los años, entendí que Hilario Chaurrondo Izu, nacido en la localidad navarra de Iturgoyen en 1893, era un hombre de ideología conservadora, rasgo, sin embargo, que no le enfrentó a las nuevas autoridades políticas del país caribeño, ya que confiaba, como tantos otros, en la política distributiva de los revolucionarios. El padre Chaurrondo era también conocido por su labor periodística en radio y prensa. A pesar de las divergencias, mi lejano pariente parecía llevarse bien con los barbudos, y en particular con Fidel Castro.

Años más tarde, yo también me sentía orgulloso de tener aun en la lejanía un pariente que se tratase familiarmente con uno de los "héroes" de la revolución. Ya unos años antes de entrar en la universidad, yo mismo me había convertido en uno de los tantos insurrectos teóricos para quienes el castrismo era la única fuerza revolucionaria capaz de vencer de un plumazo todas las iniquidades e injusticias del Leviatán capitalista. Cuba, a una distancia ideológica casi sideral de mi propio país, España, era una fiesta, o eso pensábamos algunos.

Tardaría todavía algún tiempo en descubrir los "paraísos socialistas" que la inocencia y la ignorancia habían construido a partes iguales en mi cabeza. El caso es que, no pocos empezamos a percibir cada vez más desperfectos en la arquitectura de una ideología que pronto se revelaría en ruinas. Un viaje a la Alemania del Este me hizo salir inmediatamente de mi ensimismamiento revolucionario. El muro de Berlín caería dos años más tarde y con él se desmoronó más tarde la Unión de las Repúblicas Soviéticas. El orden político mundial se volvió irreconocible. Tan solo quedaba Fidel Castro como inquebrantable testigo de otros tiempos. El agujero negro del comunismo no se lo había tragado. Todo un milagro: San Fidel seguía en los altares, gracias, en gran parte, a las políticas de las sucesivas administraciones estadounidenses y su cruel embargo sobre la isla.

En aquel entonces yo me dedicaba al periodismo o quizás sea más exacto decir al reporterismo. En las redacciones de los medios conviven dos tipos de periodistas: los hay ordenados, metódicos, profesionales que disfrutan de trabajar la materia prima para hacerla más digerible, completarla e incluso hacerla comprensible; por otro lado, se dejan ver también periodistas en cuyo frontispicio mental se puede leer sin gran esfuerzo: "qué bien se está aquí, vámonos a otro lado": cuanto más lejos mejor, se podría añadir. Estos últimos parecen encontrar su particular equilibrio en el caos.

Acababa de regresar de un viaje por la calurosa región india del Gujarat, donde había estado filmando a los campesinos (adivasis) y sus esfuerzos por salir de su secular pobreza. El director del programa de televisión para el cual trabajaba entonces debió notar mi desasosiego en la redacción después de una semana y decidió que mi próximo reportaje fuese sobre la inversión empresarial vasca en Cuba. El viaje lo haría con compañeros de otros medios de comunicación, empresarios y políticos del gobierno. El reportaje de antemano no parecía ofrecer mayores dificultades y además Cuba ofrecía un benigno clima caribeño que me resarciría del tórrido y agotador clima que había tenido que soportar en la India. Además, cabía la posibilidad, aunque remota, de que el "comandante" Castro nos hiciese un hueco en su agenda; pero como digo, la posibilidad era exigua.

En aquel noviembre de 1991, La Habana era una ciudad hermosa, desvencijada y triste donde el tiempo parecía haberse detenido como los vetustos y coloridos automóviles que salpicaban el paisaje de sus calles rotas. Los carteles políticos, tan viejos como los cadillacs también llamados pinkies hablaban de revolución. Nada decían de los sueños rotos. La crisis en el país era severa: el PIB se había contraído un 36% y la isla estaba inmersa en lo que eufemísticamente se llamaba "periodo especial", que no era sino consecuencia de la falta de combustible que hasta entonces le había venido suministrando la Unión Soviética. En las avenidas y en los barrios habaneros la mayoría que masticaba el castrismo diariamente acudía al humor y a los personajes de cómic del argentino Fontanarrosa y cuando se les preguntaba por sus condiciones de vida respondía con un lacónico: "Mal, pero acostumbrados". O dicho de otra manera: los cubanos habían dejado de creer en todo para empezar a creer en cualquier cosa. La santería con sus estrafalarios dioses (orishas) había sustituido al marxismo-leninismo.

Poco o nada de esto nos afectaba al grupo de periodistas que bajo la atenta mirada de una guía trajinamos el país oyendo las laboriosas explicaciones de los responsables de los centros de producción. Aprendí entonces a descifrar la categoría política de los funcionarios según el número de bolígrafos que llevaran en el bolsillo de su guayabera. A mayor número, mayor estatus. Llegué a contabilizar hasta media docena. La figura del máximo líder de aquella pretendida revolución nos era todavía evanescente: flotaba a nuestro alrededor pero sin ser vista.

Una noche, después de las preceptivas visitas a los "ingenios", nombre muy apropiado para aquellos obsoletos centros, regresamos al hotel tras haber recorrido el este de la isla. Después de cenar, cuando nos encontrábamos cubaneando en la discoteca del hotel, una voz firme interrumpió la música para convocarnos a los periodistas en quince minutos con nuestros equipos preparados. El anuncio tenía un ligero tono militar. Todos supimos de qué se trataba. La consejera del departamento del Gobierno vasco, anfitriona de nuestro viaje, había convencido al líder cubano para que nos concediese una entrevista. No importaba que fuese a las dos de la mañana. El desorden horario formaba parte de otros desbarajustes, pero era bienvenido. Nuestro viaje, por fin, parecía tener sentido.

Allí, sobre un amplio sofá y acompañado de la consejera, cualquier observador en sus cabales hubiera pensado que el protagonista era un gurú religioso rodeado de discípulos que sonreían a las larguísimas respuestas de este. El mandatario se revolvía un poco para acomodar su largo cuerpo al sofá y de vez en cuando concluía sus monólogos con un ligero golpe de su zapato en el suelo, pero se le veía relajado. Su verbo era torrencial y tarea imposible arrancarle una respuesta de enjundia sin que estuviese envuelta en aire de dogma y propaganda. Con grandes dosis de teatralidad, Castro respondía con la historia de los Reyes Católicos o las invasiones visigodas, pongo por caso, a las preguntas sobre las dificultades económicas del país o su apertura política. No era fácil poner en apuros a aquel hombre que a sus 65 años, entonces, exudaba vitalidad por los cuatro costados; incluso a aquellas horas intempestivas de la madrugada.

Cuando horas más tarde terminamos nuestra charla, Fidel Castro se mostró obsequioso e incluso nos invitó a un vaso de leche de búfala, que todos con exquisita educación rechazamos. Yo no habría rechazado uno de ron: ese alcohol reconfortante me hubiera ayudado a relajar mi frustración. Nunca había realizado una entrevista tan inconclusa, si aquello merecía el nombre de tal. Me sentía afligido por no haberle podido arrancar ni un solo corte al autor de aquella retórica tan pintoresca.

Cuando nos despedimos, también cordialmente, quise saber algo más sobre mi pariente lejano, Hilario Chaurrondo, y su amistad con él. Me acerqué y le pregunté un poco incómodo. No mostró gran sorpresa ante mi peculiar cuestión. "Se fue del país y regresó a España, nuestra comunicación no era ya tan fluida" me respondió arrastrando un ligero aire melancólico.

Fue la única pregunta a la que respondió aquella madrugada. La épica se redujo al contenido de una cinta de vídeo que apenas pude utilizar de vuelta a casa.

* Periodista