ACE poco, explorando por la red, me entretuve leyendo un debate entre dos musulmanes que discutían sobre sus diferentes visiones del Islam. Uno de ellos, bien formado, pero no demasiado inteligente -carencia que intentaba compensar con un temperamento autoritario y terco-, defendía la interpretación literal del Corán, esforzándose para hacer valer en la vida moderna unos preceptos escritos para las sociedades agropecuarias del Oriente Medio hace trece siglos. El otro, más conciliador y cosmopolita, opinaba que las enseñanzas del Profeta no podían ser tomadas al pié de la letra ya que fueron formuladas para un contexto cultural que no tiene nada que ver con el nuestro. En todas las religiones, no solo en el Islam, los textos sagrados poseen un carácter esencialmente simbólico. Para aplicarlos hacen falta pragmatismo, tolerancia y sentido común. Este internauta se apoyaba en un vasto conocimiento de la literatura coránica y la jurisprudencia islámica. Al debate fueron añadiéndose al hilo de comentarios varias personas, casi todas mujeres, en apoyo del improvisado sufí.

Si esta situación nos parece extraña, pensemos en las innumerables veces que ha debido darse a lo largo de nuestra tradición cristiana y occidental: desde aquellos concilios de los últimos siglos del Imperio Romano, cuando los santos de la Iglesia discutían sobre la Santísima Trinidad y se insultaban, hasta el debate entre darwinistas y telepredicadores convencidos de que la Tierra solo tiene 6.000 años. Sin olvidar las Guerras de Religión que durante los siglos XVI y XVII dieron origen al moderno mundo europeo. La pauta es siempre la misma. Cuando el mensaje de autoridad se hace público en versión original, parece perfecto, como grabado a cincel sobre tablas de piedra. Con el tiempo, surgen ambigüedades, contradicciones y la necesidad de reformular. La gente discute y la lía parda. Si el debate tiene lugar dentro de un comité de sabios, ni tan mal. Pero cuando a las puertas de la mezquita, basílica, parlamento o lo que sea, hay muchedumbres incultas y fanatizadas, la cosa se pone fea. Entonces es cuando verdaderamente se hace historia, con sus conmociones geopolíticas, sus efectos heroicos y víctimas colaterales.

Europa se enorgullece de sus logros materiales y culturales. Nuestro modelo social es la envidia del planeta, y hasta es posible que en el siglo XXI el viejo y decadente mundo aun tenga algo que decir. Depende de nosotros. Sea como fuere, lo que se ha conseguido no habría sido posible con solo llevar a la práctica las ideologías innovadoras producidas por nuestra civilización (el humanismo, el libre mercado, la reforma social, etc.). Da lo mismo que hubiera sido implantada en su versión literal o de modos posibilistas en función de las circunstancias. En este aspecto, las ideas y doctrinas no son claves realmente decisivas. Lo que hizo grande a Europa no fue el tener más, ni el saber más, ni haber hallado la piedra filosofal. La civilización europea se basa en la tolerancia y en los acuerdos firmados en las ciudades alemanas de Münster y Osnabrück en 1648 para poner fin a la Guerra de los 30 Años. Aquellos tratados no solo hicieron posible la coexistencia de diferentes cosmovisiones religiosas (la católica y la protestante). También permitieron la creación del moderno sistema mundial de estados nacionales.

Esta actitud de tolerancia, transmitida a través de los libros de historia y el derecho internacional, es lo que asegura la continuidad de nuestro modelo de convivencia y el Estado de Derecho. Gobernantes y ciudadanos deben ser conscientes de su valor. Conviene recordarlo sobre todo en una época como esta, en la que la necesidad de adoptar medidas de emergencia para combatir una pandemia global y el descontento popular generado por la crisis económica y una deficiente capacidad de respuesta por parte de la autoridad pública, dan lugar a situaciones de crispación que desestabilizan a la sociedad. Los bulos y las noticias falsas, que tanto han proliferado durante la crisis de la covid-19, no se combaten con notas de rectificación ni propaganda gubernamental. Lo único con capacidad suficiente para hacer frente al efecto disgregador de las fake news es una colectividad integrada por individuos bien informados, con buen nivel de cultura general, conscientes de su responsabilidad y preparados para contribuir a la colectividad de acuerdo con los inapreciables valores europeos de tolerancia, libertad, respeto al prójimo y conciencia social desarrollada.

No hace falta preguntar cuál de los dos comentaristas musulmanes nos resulta más simpático, si el teórico fundamentalista incapaz de ver más allá del plano literal del lenguaje o el intelectual ilustrado que somete los textos sagrados a examen crítico -no es poco mérito ya que en algunos países islámicos es jugársela- con el propósito de buscar en el mundo del siglo XXI un sentido al mensaje de sabiduría legado por los grandes maestros espirituales del pasado. El consumidor habitual de información en medios tradicionales y redes sociales debería aprender a diferenciar entre los discursos que resultan edificantes y aquellos que solo aspiran a confundir, desestabilizar, generar proselitismo o, simplemente, realimentar los prejuicios de los comentaristas radicales. Esto, como es lógico, no es algo exclusivo del Islam, sino que afecta a todas las religiones e ideologías.

En Euskadi conocemos el incómodo precedente de las innumerables disputas originadas a lo largo del último siglo por las diversas interpretaciones del mensaje soberanista. La mayor parte de ellas fueron muy juiciosas y conformes con el espíritu de tolerancia europeo. En democracia, todos los puntos de vista son admisibles. El problema vino cuando algunas corrientes se apartaron del talante democrático para degenerar en estrategias de acción directa y violencia. Esto es de lo que se debe escapar. Y para ello es necesario el fomento de la tolerancia y una educación más firme y consciente en los valores típicos de la civilización europea. Da igual cuáles sean sus contenidos: cualquier discurso radical, exclusivista y basado en la literalidad es sospechoso de llevar en su interior el virus de la inestabilidad social y la disgregación.

* Intérprete jurado