LTIMAMENTE la presión de los medios y nuestras circunstancias personales, bajo el imperio del Real Decreto 463/200 del Estado de Alarma, la normativa sobre confinamiento, uso de mascarillas, distancia social y otras disposiciones, nos han acostumbrado a la idea de que los patógenos infecciosos son la peor amenaza de las sociedades modernas.

Existe un riesgo más grande y difícil de combatir. A diferencia de los microorganismos, no siempre la opinión pública está de acuerdo respecto a su grado de peligrosidad. De este modo, el mal crece inadvertido hasta convertirse en un problema con mayor dificultad de gestión que una pandemia como la del actual covid-19. Cuando proliferan tendencias radicales de carácter ideológico o religioso es hora de que comencemos a ocuparnos de un problema tanto o más serio que la gestión de situaciones de emergencia sanitaria o catástrofes naturales.

Al igual que todo virus posee su reservorio, las tendencias extremistas germinan en un caldo de cultivo propicio -marginación social, ignorancia, crisis de identidades- a partir de una insana visión filosófica del mundo, propalada por revolucionarios sin nada que perder o algún clérigo malvado.

El bolchevismo de Lenin y el islamismo radical tienen algo en común: su idea fundamental de la lucha como motor de la historia y sus respectivos proyectos ordenadores de la sociedad. De ahí procede precisamente la simpatía que tradicionalmente algunos movimientos antisistema de extrema izquierda han profesado hacia el islamismo radical, antes de convertirse ellos mismos en víctimas de la yihad (Oriente Medio, antiguas repúblicas soviéticas) por las insalvables diferencias en el ámbito de la religión.

Todo concepto de la vida que esté basado en la Guerra Santa es un proyecto revolucionario, una deriva inevitable hacia la conversión forzosa de infieles, el adoctrinamiento, la intolerancia y el conflicto. Al margen de conceptos ideológicos, el proceso funciona siempre igual, tanto si se sigue a Pol Pot como a Osama Bin Laden.

Nosotros -es decir Euskadi, el Estado y las restantes sociedades desarrolladas de Europa- no estamos en esa onda. Pero la proximidad a algunos potentes focos de emisión hace que nuestro espectro de recepción se vea perturbado por las señales del odio y la intolerancia, haciendo necesaria la intervención de gobiernos, educadores y los pocos medios de comunicación sensatos que aún no han sucumbido a la deriva del sensacionalismo. Debemos prestar atención al fenómeno. No hacerlo resulta de una imprudencia tan cazurra como la de esos individuos antisociales que discuten con la policía por no querer ponerse una mascarilla.

Puede parecer que el coronavirus ha cerrado el ciclo histórico de Al Qaeda, Estado Islámico y otros movimientos terroristas sustentados alambicadamente en la religión y el rechazo visceral a Occidente. Esa es una noción engañosa, derivada de la ausencia de titulares en los periódicos e imágenes en los telediarios. El Daesh sobrevive. También sus canales de financiación y los líderes políticos oportunistas que desde los más diversos lugares del mundo tiran de los hilos para mover la trama en direcciones que favorezcan su interés. Y por supuesto también están ahí los clérigos radicales, mucho más próximos a nuestras fronteras -no pocas veces de este lado de las mismas- y sin ninguna otra cosa que hacer que dar vueltas al rosario del odio y captar jóvenes desorientados para batallones del Estado Islámico y células terroristas. ¿Atentados a punta de cuchillo en Alemania o Reino Unido? No es como para hacer una película. Pero, por eso mismo, por lo barato, audaz e improvisado de los actos criminales, debería preocuparnos. Mientras siga habiendo individuos jóvenes capaces de hacer cosas así, fanatizados por los clérigos radicales, la autoridad pública no tendrá en las sociedades de acogida ni un solo momento de descanso.

¿Cuál es la estrategia a seguir? No hay recetas fáciles y tampoco una hoja de ruta. La misma complejidad del fenómeno migratorio y las dificultades en los procesos de integración social de colectivos inmigrantes que proceden de países cuya existencia ni siquiera conocíamos, así como de las más diversas culturas, hacen que sea inevitable hacer algo a lo que como europeos no estamos acostumbrados: improvisar sobre la marcha. Al menos el norte se vislumbra con claridad salvo, lamentablemente, en el caso de esos "grupúsculos buenistas" que aún creen en el mito de un multiculturalismo banal. La clave del éxito está en lograr que los recién llegados acepten la primacía de los principios ordenadores de nuestra democracia: tolerancia, igualdad de género y laicismo, sin menoscabo del derecho de todas esas personas a conservar sus culturas, lenguas y credos de origen.

El futuro se anuncia en forma de una constante y pedregosa lucha contra tendencias radicales, valiéndonos para ello de los recursos que el Estado de Derecho pone a nuestra disposición: las leyes, la educación, servicios de inteligencia y políticas sociales.

Dos hechos recientes invitan a reflexionar sobre los peligros del radicalismo y la necesidad de mantenerse alerta. El primero es el fallecimiento por coronavirus, el pasado mes de abril, del Imam Riay Tatary, presidente de la Comisión Islámica de España, y su sucesión en el cargo por otro referente religioso sirio de tendencia moderada, el Dr. Aiman Adibi, en contraposición a los intereses extremistas que desde hace años pugnan por hacerse con el control de la CIE, la cual asume el papel de principal interlocutora entre las comunidades islámicas ante el Gobierno de España. El segundo acontecimiento, por su relevancia y proximidad en estas fechas, es la celebración de la Fiesta del Eid Al Adha, festividad del Sacrificio del Cordero. Este tipo de eventos religiosos, de crucial significación para millones de fieles en todo el mundo islámico, constituyen un escenario de observación ideal. Tanto en primer plano como entre bastidores es mucho y muy importante todo lo que se mueve. Por un lado, se puede ver quiénes son los líderes religiosos que dan pasos al frente en favor de una colaboración genuina y de buena fe, haciéndose con ello merecedores de nuestra confianza. Por otro, resulta fácil hacer un seguimiento de las corrientes radicales de mayor potencial conflictivo en la actualidad, como el salafismo y las doctrinas wahabitas. Con mascarilla o sin ella, hay que prestar atención a ese ritual movimiento de masas e ideales piadosos.

* Perito informático judicial