L ensayista libanés Nassim Taleb (Jugarse la piel, 2019) afirma que debemos desconfiar de quienes no predican con el ejemplo. Habla, en suma, de que nunca se debe confiar en alguien que no se juega el tipo con sus decisiones y acciones. Que ha de huirse de quienes, pase lo que pase, conservan siempre sus beneficios y transfieren los perjuicios a los demás. En dicho grupo se sitúan, claro está, políticos, burócratas, consultores, grandes empresas, banqueros, etc.

Su reflexión viene a respaldar mi perplejidad con respecto a la gestión que se está realizando de la pandemia para quienes hemos cometido el delito de ser padres/madres con menores a cargo. En suma, desconfíe de quienes no se aplican o sufren las normas que promulgan.

Todos somos hijos. Muchos, progenitores. Algunos son piedras.

El Estado Español es, dentro de Europa, el que mantiene las medidas de confinamiento más restrictivas para los menores. En el real decreto 463/2020, de 14 de marzo, para el Estado de Alarma, los niños/as son mencionados residualmente. En el Real Decreto-ley 8/2020, de 17 de marzo, y con relación a los padres y madres que deben cuidar de sus hijos/as menores, se sugiere acordar con la empresa flexibilidad horaria o reducir las horas con la consiguiente merma de sueldo. Lo que no se menciona, no existe.

Sigamos. Parece que los menores no volverán a su centro escolar hasta otoño, pero los progenitores acudirán a su trabajo de modo inminente. Aquí se abre otro gran agujero negro. Nuevamente, lo que no se nombra desaparece. ¿Cómo vamos a desempeñarnos? ¿Cómo autogestionarnos? Los progenitores nos sentimos señalados, como los viejos monstruos de feria que sólo servían para ser exprimidos de un modo incesante. A ello se le suma que los menores no existen, no votan, son invisibles, carecen de voz, han de ser tolerados hasta que produzcan, consuman y se ganen ser sujetos de derecho.

Y es que durante esta crisis afloran, descarnadamente, las deficiencias del sistema. Vivimos en un contexto que confina a los abuelos e hijos, pero que nos impele a trabajar para que el estatu quo permanezca inalterado. Como afirma la psicóloga Sue Gerdhart (The selfish society, 2009), vivimos en una sociedad individualista que confunde el bienestar material con el emocional. Nos hallamos inmersos en la tarea de ser cada vez más productivos y competitivos, pero ajenos a una crianza saludable de los menores, ignorando las necesidades emocionales de éstos. Cuando un alto responsable de Sanidad afirmó que los niños van a seguir confinados, a cal y canto, y que (cito literal) “somos conscientes del grado de sacrificio que comporta para las familias”, simplemente no le creo. O no es padre y/o carece de empatía y/o se debe a otros. No suele ocurrir, y quizás caigo en el radicalismo, que alguien que llega tan lejos en la jerarquía política haya ejercido una crianza centrada en las necesidades de sus hijos y se haya sacrificado por ellos.

Así, durante esta pandemia, la gestión y las decisiones referidas a la infancia no dejan de ser más de lo mismo: el reflejo de una sociedad centrada en los adultos y en la economía más inflexible. Los menores deben adaptarse a los progenitores y no estorbar al sistema de producción. Desde esa perversa lógica se dicta, por ejemplo, que los centros escolares sean a la vez guarderías, restaurantes, centros recreativos y, además, impartan un exceso de horas de formación ya que, de otro modo, no podríamos “trabajar tranquilos”.

En un contexto de trauma, supervivencia y miedo aparece la preocupación extrema por la suspensión de las clases, pero no por el estado emocional y afectivo de los menores (es como ponerse a fregar los platos cuando está por colisionar un meteorito descomunal). No se conecta con los niños. Tienen miedo, no entienden qué sucede. No todo es formación académica, ¿qué importa un trimestre menos de clases en la vida de una persona? No es un drama, pueden hacer otras cosas: aprender a gestionarse, colaborar en casa, pueden leer, jugar, se pueden estrechar los lazos familiares… ¡Son niños por Dios! Si las cosas no pasan a mayores es porque, paradójicamente, nunca han pasado más tiempo con sus progenitores y eso les gusta y les calma (cuando los progenitores son funcionales).

Las necesidades de los menores durante esta crisis no son nuevas, simplemente son ahora mucho más evidentes. Los menores, habitualmente, sufren nuestro modo de vida. ¿Es exagerado? Paso a dar algunos ejemplos: el Estado español es el tercero del mundo que más psicofármacos suministra a los menores. La primera causa de muerte “externa” adolescente es el suicidio. Los números en salud mental infanto-juvenil crecen anualmente. Asistimos a fenómenos nuevos como la violencia de hijos hacia padres y madres. Hay un sobrediagnóstico de TDAH. Aumentan las notificaciones de desprotección infantil. Crecen las incidencias extraescolares relacionadas con problemas de conducta infanto-juvenil, etc.

¿Existen más problemas de salud mental infantil? ¿Qué está ocurriendo? Una parte importante de la explicación ha de situarse en los profundos y radicales cambios sociales y familiares que han acontecido en las últimas décadas en el mundo occidental. Llevamos unas décadas centrados en hacer más dinero y obviando las emociones, la crianza, los lazos, lo que nos hace sentir vivos. Nunca nadie, en la antesala de la muerte, afirmará: “de lo que me arrepiento es de no haber pasado más tiempo en la oficina”.

Podemos seguir mirando para otro lado. Algunos tacharán este artículo de utopía trasnochada. Quizás todo lo escrito conforme el desvarío de un profesional de la infancia y padre. Pero alguien debe mirar a los ojos a cada uno de los niños y darles no solo una explicación, sino una alternativa vital y un sostén. Alguien debe tomar su mano y bajarlos a la calle, aunque haya anochecido recién y las calles estén desiertas. Que corran libres, que rían, que sientan una conexión con su entorno y sus progenitores... Que se evadan un poco de un sistema enfermo y de quienes no se juegan el tipo. Con respecto a estos, si os topáis con ellos por la calle, no basta con mantener la distancia de seguridad: salid corriendo en sentido contrario. Quien decida confinar a sus hijos semanas y semanas a tiempo completo porque es lo indicado, debe ser alguien que se encierra con ellos. Alguien que se ocupe a tiempo completo y se haga cargo de que no habrá más cielo que el techo de escayola.

* Psicólogo, Terapeuta cognitivo y especialista en traumaterapia infantil sistémica