RIMER botepronto: la esperanza en el advenimiento de un mundo nuevo y el fin de la era de globalización neoliberal es un anhelo generalizado y también un lugar común sin gran contenido concreto. No me gustaría pecar ahora de aguafiestas, pero no sé yo si eso no pasa de ser un pío deseo, por muy desbaratado que quede el paisaje después de esta galerna. Desearíamos que así fuera, pero no es posible saber con certeza si cuando salgamos de esta -siempre amanece sí, pero la noche puede ser muy larga- vamos a dejar a nuestra espalda el pellejo individualista y feroz, poco o nada cívico en muchos casos, por no decir asocial con descaro, o vamos salir vestidos como puercoespines dispuestos a comer en serio antes de ser comidos y a blindarnos en una individualidad de blocao, partidarios de un mundo autoritario y regido con mano firme, como si esto evitara nuevas epidemias o desastres económicos en los que podemos naufragar.

Segundo: los delatores de balcón no son una especie nueva, sino una aletargada que se ha despertado con nuevos bríos, azuzada por el daño común. Meten miedo y dan asco. A partes iguales. Los guardianes espontáneos del orden son temibles, como lo son los que aplauden y justifican los abusos de autoridad flagrantes con estado de alarma de por medio o miran para otra parte cuando no lo hay. Nunca entenderé ese maligno y virtuoso prurito de delatar, y festejar el castigo en cabeza ajena, por mucho que algunas actuaciones de ciudadanos ajenos a una elemental solidaridad sean ahora mismo execrables. Si ese espíritu delator es el que puede sostener el cambio de época, este puede ser temible.

Tercero: Holanda declara la guerra a España, titulaba hace un par de días un periódico que fue en tiempos de referencia. Exagerado, sin duda, pero la indecencia del político holandés con respecto a nuestro país ha puesto de relieve que la Unión Europea enseña los fondillos y que, ante un problema común, como es la pandemia que estamos viviendo, resulta poco menos que inoperante, incapaz de dar una respuesta urgente a un drama común. El cierre generalizado de fronteras y la imposibilidad de encontrar una estrategia económica y sanitaria común son el peor síntoma. No hay guerra, hay desacuerdo profundo, ruptura, soberanías irrenunciables vueltas sobre sí mismas, espejismo de común ciudadanía…

Y todo ello dejando a un lado que el recurso a la terminología bélica me parece inapropiado y cenagoso, ya lo empleó sin venir a cuento un uniformado que nos quiere formados a toque de cornetín o un editorialista de prensa.

Cuarto y último: si no mienten como respiran, al menos lo parece. Tal vez porque no saben por dónde salir y sospechan que no hay peor cosa que quedarse callados, en la confianza de que el aluvión de palabras de hoy quedará sepultado por el de mañana, y que el miedo o el alivio de luto que vamos sin duda a vivir harán olvidar lo sucedido. Mienten gobernantes y lo hacen de manera sectaria muchos gobernados, como esa derecha cavernaria que deterioró con sus recortes la sanidad pública y hora reclama más personal sanitario y más recursos, negando despidos y cierres… Una hipocresía criminal. Lo mismo cabe decir de los patriotas que pusieron a salvo sus dineros y ahora sacan pecho rojigualdo y piden cabezas.

Hablan (Ayuso today) de repartir recursos de los que por el momento carecen. Que en muchos lugares falta material es una evidencia difícil de desmentir: lo dicen a grito los directamente afectados -enfermos y sanitarios-, suplantados por bustos parlantes de electos y uniformados de aparato que administran seguridades y alarmas. Esta situación, si de verdad fuera a cambiar nuestra vida futura, debería empezar, entre otras cosas, por la ausencia de engaños en la esfera pública. Nada se gana manipulando datos, manteniendo cifras oficiales en lo público y escondiendo cifras reales en las trastiendas. A nadie con algo de cabeza se le escapa que la situación es grave y extrema y que la pandemia, al margen de las truculencias informativas, es de mayor alcance.* Escritor