DE manera paulatina, el monumento de la transición española se va desconchando, mostrando su desnudez y lo que era un secreto a voces: un gran fraude. En aquellos finales de los 70, muerto el dictador, tuvo lugar un proceso de negociaciones con dos objetivos inseparables: poner en pie una democracia limitada que dejara atrás la dictadura y proteger la pervivencia de fuerzas y actores franquistas que deberían tener un peso en el nuevo régimen. En el campo de la judicatura esa fuerza y esa influencia es más que notable y se viene mostrando especialmente peligrosa. Ocurre igual en otros estamentos del Estado.

La reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha puesto de relieve que la Justicia española está trufada de prevaricaciones, trampas legales e ilegales e incluso incumplimiento de sentencias emitidas por tribunales superiores (europeos) por parte de jueces y juezas que son los primeros que deberían acatarlas. Durante la instrucción y juicio del procés se han cometido tantas irregularidades que ahora desatar los nudos y desandar lo andado es una complicada tarea. Como los malos equipos de fútbol, previendo lo peor, jueces españoles embarraron el campo para hacerlo impracticable.

¿Alguien puede pensar que los miembros del Tribunal Supremo y la propia Fiscalía no sabían que Oriol Junqueras debía ser reconocido y tratado como eurodiputado desde el instante en que la Junta Electoral Central lo reconoció el 13 de junio y era por consiguiente beneficiario del estatuto de inmunidad? ¡Cómo no lo iban a saber! Sabían que para ser juzgado debería pedirse primero la venia del Parlamento Europeo y que, además, debía haber sido excarcelado para recoger el acta. Lo sabían pero prefirieron mirar hacia otro lado y jugar con la ventaja de los hechos consumados. Lo cierto es que no se podía dictar sentencia contra Junqueras porque su enjuiciamiento era ya nulo debido a su inmunidad. Pero se hizo. ¿Puede haber mayor prueba de que el juicio fue realmente político y que los presos son prisioneros políticos? La actuación del Tribunal Supremo no es propia de un juicio a meros delincuentes sino de una represión política.

Ahora, los sectores partidarios de la represión y negacionistas de la vía política no cesan de proclamar que Junqueras ya ha sido juzgado y condenado y que no debe haber vuelta atrás. Pero omiten que su enjuiciamiento fue un fraude. En cuestiones de derecho yo puedo ser un mindundi, pero el catedrático Javier Pérez Royo, un sabio constitucionalista, afirma que Junqueras tenía que haber sido puesto en libertad el mismo 13 de junio en que quedó proclamado electo. Para continuar procediendo penalmente contra él, el Supremo tendría que haber solicitado el suplicatorio al Parlamento Europeo (ahora se pretende darle un permiso penitenciario y de modo exprés pedir la anulación de su acta por estar ya condenado, ¡en un juicio que debería ser nulo!).

El hecho es que el Supremo no obró correctamente haciendo gala de una arrogancia condenable. La España ultra, desafiante, volvía por sus fueros, desenvainando la espada del Cid. Ahora, cuando el tribunal europeo de Luxemburgo sanciona de facto el comportamiento fraudulento del Tribunal Supremo, se desata una campaña que incorpora una carga antieuropeísta en la que no faltan los gritos airados de fantoches como Eduardo Inda y Jiménez Losantos contra una supuesta conspiración internacional. Solo faltaría que los nacionalistas españoles, imitando a Franco, organizaran una concentración en la Plaza de Oriente, como el 1 de octubre de 1975. En política la locura es también una hipótesis.

Con toda seguridad, las chapuzas no han terminado. La obsesión de la fiscalía por que se decrete cuanto antes la inhabilitación de Junqueras y se anulen las actas de eurodiputados de Toni Comín y de Carles Puigdemont es la prueba de que esta gente quiere reventar la vía política y bloquear todo margen de maniobra del PSOE y Unidas Podemos. Es el motivo secreto que anida en sus mentes más allá de las declaraciones de autoafirmación de una justicia española soberana que muestra su precariedad democrática.

Este camino por el que transita la España que nunca ha dejado por completo a Franco es el de la vuelta atrás para corregir y recortar la transición del 78. Nunca mejor dicho que el 78 es una bomba de relojería que debiera ser desactivada por otro escenario definitivamente democrático que aborde democráticamente el modelo territorial y la jefatura del Estado (monarquía o república). Veremos qué hace el nuevo gobierno de coalición para corregir la deriva antidemocrática.

España es una estafa y es el problema. No es Catalunya o Euskadi, es esa España que no ha sabido incorporar democráticamente a la periferia con un proyecto ilusionante, respetuoso con la plurinacionalidad y las voluntades políticas de sus poblaciones. Las costuras del 78 se rompen porque no pueden contener el empuje democrático de quienes afirman el derecho a decidir. Pero en lugar de emprender reformas constitucionales que den cabida a nuevas aspiraciones democráticas, todo lo que se le ocurre al nacionalismo castellano-español es disparar cañones y arcabuces. Amenazar. Como siempre, se echa de menos el que España no hubiera tenido una revolución burguesa frente el antimodernismo, el ultracatolicismo y, ahora, el antieuropeísmo.

A la España acomplejada, esa que rumia rabia por no poder cantar su himno nacional, le va la marcha. Tanto que el desafío a Europa es solo el principio de una deriva que podría acabar en un nacionalismo español violento. Estoy de acuerdo con la periodista Cristina Fallarás cuando dice que la infamia fue el pilar desde el que demócratas pactaron con criminales que fueron perdonados sin juicios ni condenas. Cuarenta años después, pagamos el precio de semejante fraude. No, la transición no fue modelo y mucho menos ejemplo, fue una mentira.* Analista