sI, como afirma Slavoj Zizek, “un acontecimiento no es algo que ocurre en el mundo, sino un cambio del planteamiento a través del cual percibimos el mundo y nos relacionamos con él”, estaremos básicamente de acuerdo en que el acontecimiento que diera origen al Monumento a los Caídos no ha sido real ni convenientemente reemplazado por otro más acorde con el devenir de los tiempos, tal y como pueda ser, por dar con un evidente ejemplo, el del mismísimo relato de la considerada frágil democracia. Y que, por ende, ya va siendo hora de que esto último ocurra. La democracia, en este sentido, tiene que ser no menos “autoritaria” en su dictamen y designio respecto de este anacrónico símbolo que lo que otrora fuera el convencimiento que diera pie y lugar a su injusto derrocamiento. No fue una entronizada lucha entre dos autoritarismos, como la historiografía oficialista nos quiere hacer creer, sino la de dos modelos de legitimación del poder basadas en procedimientos completamente antagónicos: de la democracia, del voto y la urna, por un lado, y del autoritarismo de los fusiles del otro (teniendo en cuenta que “la guerra es el padre y el rey de todo -enseñaba ya Heráclito, según nos recuerda Shestov-; lo principal es luchar, el motivo para hacerlo es cosa secundaria”. Y, por tanto sirviendo lo mismo para unos que para otros).

La mala conciencia de los supuestos triunfadores de la última esgrimió su legitimidad, manipulando la primera -democracia orgánica, se dijo entonces por parte del Movimiento Nacional-, tras añadirle los ingredientes por los que se rige la creación bajo la elegíaca égida de un doble determinismo en la erección del nuevo Estado: Naturaleza (historia) y Dios, a modo del título de la inaugural obra del filósofo Xavier Zubiri. Aquí la historia funcionaría como argamasa constituyente del mampostero relato de ambas dos. Como denota Shestov, toda la filosofía medieval, en este mismo sentido, se resume en un intento de conciliación de ambos ámbitos desde esta doble visión greco y abrahámica: la natur-teología. Y, por ende, algo que asusta de esa neomedievalista versión autoritaria de “lo esencialmente español” que ideológicamente amenaza con resurgir, es aquella de la triple característica que vino a darle desde el imaginario un más bien real sentido: Unidad, Totalidad y Jerarquía. Valores basados en el más puro absolutismo y en la obligada obediencia, evocando la larguísima trayectoria eclesial, y de su escolasticismo académico, basada, tal como a estas alturas todos debiéramos reconocer , en el fundamento de “un mundo en el que todo era uno y por tanto era Dios” (Morton, 2018).

Aviso para navegantes, pues la moda autoritaria ha venido, como la crisis permanente inducida por el modelo de consumo capitalista, no menos imperativo, para quedarse. En este sentido, por otra parte, no habremos de olvidar, tal como nos recuerda nuevamente Morton, que todo estilo elegíaco, sea cuál sea su origen y procedencia ideológica, versa “sobre el enterramiento de los muertos”; en definitiva, la comentada “mirada hacia atrás”. Y en este sentido baste recordar las sabias palabras de nuestro filósofo Xavier Zubiri (por otra parte reivindicado por uno de los padres del denominado Nuevo Realismo, el norteamericano Graham Harman): “Nada de lo que alguna vez fue se pierde por completo. El tiempo no es pura sucesión, sino un ingrediente de la constitución misma del espíritu”.

Entonces, la pregunta que debemos hacernos es aquella que versa sobre cuál es el espíritu del que estamos hablando. ¿La responsabilidad sobre la “cosa que piensa”, bien sea hombre, animal, vegetal, y en nuestro caso, al parecer hasta la piedra y la madera, es mandato de la perenne atribución o, por el contrario, deberá supeditarse a un nuevo designio, a una memética mutación?

En este sentido, la “cosa que piensa” siempre habrá de ser la que tiene capacidad para el cambio. La que no piensa es el asinus turpissimus (el más despreciable de los asnos) opuesta a la res cogitans (cosa pensante) en una transformación debida a la pérdida -Spinoza- de libertad según Shestov. Ahora bien, sería apropiado tomar en consideración la enseñanza recomendada por el filósofo ruso, basada en la concepción griega de que “no es el hombre quien se adapta a la cosa y se somete a ella, sino que es la cosa la que se adapta al hombre y se somete a él; el nombre de toda cosa será el que el hombre dé: las veritates aeternae, veritates emancipatae a Deo (verdades eternas, verdades independientes de Dios). Y ni tan siquiera esto, cambiar el nombre, que a priori pueda parecer lo más sencillo de realizar, llega a concitar el más mínimo consenso político. Es como si el objeto en sí mismo impusiera al sujeto las condiciones del debate haciendo que de partida se acate la atribución para la que fuera inicialmente pensado. Siendo ésta, finalmente, una manifestación que bien pudiera pasar por animista.

Martin Burckhardt y Dirk Höfer, en su ensayo Todo y Nada, apocalípticamente subtitulado “un pandemonio de la destrucción digital del mundo”, manifiestan para este nuevo mundo emergente algo que ya estaba presente en la Edad Media, el hecho de que “en la cosmovisión animista el conjunto del cosmos existe de dos formas: como mundo material y como mundo espiritual. Mientras que nuestra cosmovisión racionalista ha expulsado los espíritus y ha sacado al mundo unos constructos que ya no guardan ninguna relación con su autor individual, en la cosmovisión animista cada cosa tiene dos lados: si por uno representa un mero objeto de uso, por el otro el objeto siempre lleva adherida el alma de su donante”.

Este intangible hierático espíritu, según los autores, demanda correspondencia y da lugar a una economía vudú. De lo que se infiere que para el nuevo uso que se le vaya a dar al monumento es imprescindible su previa re-espiritualización, puesto que en definitiva cuando nos referimos a “eso que se llama la desaparición de las cosas”, siguiendo la pauta marcada por ambos autores, deberemos ser conscientes, antes que nada, de que fundamentalmente se trata de “una modificación en la manera de observarlas”, que no de su material destrucción.