NO me he despertado de un mal sueño, sino que desde mi juventud me han atraído los temas de la Administración y gobernación pública y no medré porque embestir de frente no es positivo y se estila más cubrir la espada con el capote para hendirla al enemigo por la espalda. El tema ha ido a peor, al valorarse la Constitución del año 1978 como un logro democrático frente al régimen de Franco, cuando la diseñaron bajo la coacción de sus herederos que -valga la similitud o la realidad- poseían las armas y los cargos. Así que la citada Constitución dejó vaguedades sueltas e interpretables, amén de dejar suelta la engomada cuerda de la formación de leyes complementarias y del nombramiento de quienes habían de interpretarlas.

Que la legislación no se cerrara al principio no impidió actuaciones violentas de la fuerza pública cuyo ensañamiento tuvo episodios que no iban con la aprobada Constitución, pero que se fundamentaron en el mantenimiento del orden público (Montejurra, Sanfermines del 78 o el 3 de marzo de Vitoria-Gasteiz). Dados como pasajeros e inevitables a la espera de la normal aplicación constitucional, el paso del tiempo evidenció el engaño, descubierto ante el intento del golpe de Estado de Tejero (efectivo políticamente), silenciado, justificado en la evitación de males mayores, y aceptado por las fuerzas políticas emergentes.

La realidad fue que se gobernó con cierta liberalidad política mientras se ajustaban las tuercas preparando el ajuste mediante decretos, leyes, normas, reglamentos y un largo etcétera de nombramientos en los órganos de justicia por medio de potestades asumidas por los partidos en cuanto tocaban poder en las Cortes de Madrid. Poder limitado a los partidos de ámbito estatal, y por tanto del bipartidismo soportado, y que continúa enmarcado en su derecha tricéfala y la izquierda monárquica. El resultado ha sido un orden jurídico que se constata en los recientes casos de los juicios a los catalanes y los jóvenes de Altsasu, amén de las acusaciones que proporciona la ley Mordaza. Qué lejos queda el año 1983, cuando se legisló el juramento obligatorio de la Constitución a los cargos públicos y tomé posesión como concejal en el Ayuntamiento de Baztán. A la petición secretarial del juramento o promesa, respondí públicamente que “ni juro ni prometo”. De este hecho hubo difusión pública, pues la prensa se hizo eco de mi declaración y quedó constatada en acta al igual que la de quienes se abstuvieron. Similar hecho ocurrió con la ikurriña, que se aprobó y se mantuvo hasta 1989. Hoy se aplican leyes prohibitivas para ambas cuestiones.

Podemos ver claro que la Constitución de 1978 resulta ser de goma para estirarse o encogerse a tenor de quien gobierna y elige jueces y fiscales convertidos en intérpretes de las leyes y asentadores de jurisprudencia, a tenor de quien los nombra: legisladores, haced un análisis de los nudos que podrían ponerse a la cuerda. Y se han puesto. El caso de los juramentos habidos en el Parlamento y el Senado anulando el cargo a quienes expresaron su opinión sobre la presente Constitución es limitadora totalmente del derecho a discrepar de la Constitución que se aplica con toda arbitrariedad, pues nadie tiene que jurar sobre una ley en la que no cree y aspira a cambiarla por otro proyecto personal o de partido para cambiarla. Las detenciones previas a la condena demuestran otra de las arbitrariedades: la ley Mordaza, la ley de odio, el juramento obligado sin precisiones... resultan precisiones interpretativas al arbitrio de fiscales y jueces.

El tema supera la formación de los partidos políticos y su funcionamiento al ser los de ámbito estatal quienes nombran a jueces y fiscales, que proceden a articular penas y castigos con sus interpretaciones de asentamientos a la voluntad de quien gobierna, por ser quien los ha nombrado y mantiene, lo que nos lleva a analizar el funcionamiento de los partidos para explicarlo. Las campañas de las elecciones de este año nos dan la medida de sus formas de actuar y regirse. Inversamente a otros países, los miembros de los partidos del Estado español tienen que ser unánimes con el voto de sus directrices, faltos de la libertad que se da en países como Estados Unidos o Inglaterra. Esta relación convierte al jefe del partido en único órgano decisorio hasta tanto que cumpla el tiempo de su elección, fuera de fechas electorales.

Esto sitúa a los cargos inferiores (comunidades autónomas, provincias y municipios) sin programa propio, dado que los acuerdos pactados entre partidos tanto en las Cortes como en apaños regionales se realizan fuera de los períodos electorales, o en su caso a espaldas de los programas anunciados para los electores.

En las elecciones parejas y recientes, más que hablar de programas se ha debatido sobre cuestiones anejas a lo que prometieron a los electores y a la hora de repartirse los acuerdos entre sí han primado (si no han sido un único tema) el reparto de puestos y cargos a los que buscan acceder por razón de los votos alcanzados. ¡Incluso se ha negociado hasta el reparto de tiempos de gobierno entre partidos con programas diferentes! Por tanto, la ideología publicada de cada partido se pringa y somete a los citados elementos y sus decisiones, convirtiendo al elector en víctima de la emisión de su propio voto.

Si a esto añadimos que el Estado se somete a la legislación europea y la asimila hasta en los municipios y el gobierno del Estado suma las propias del mismo para su aplicación generalizada a todo el territorio, nos encontramos con que los gobiernos comunitarios (sean regionales o nacionalistas), y más aún los municipios, realizan una labor más propia de funcionarios de gobierno delegados que de gobernantes de sus vecinos. Y no está yendo a menos sino a más.