ÚLTIMAMENTE menudean crónicas periodísticas relativas a la posibilidad de que se cometan atentados terroristas multitudinarios en ciudades importantes de Europa Occidental, incluidas las nuestras. No vale la pena razonar sobre el carácter temerariamente banal de tales noticias, más abundantes en suposiciones que en hechos contrastables. A río revuelto, ganancia de pescadores. Los últimos magnicidios en Nueva Zelanda y Sri Lanka han generado una oleada de histeria en todo el mundo. La causa de la consternación no es tanto la brutalidad de los actos (estamos acostumbrados a que se produzcan sucesos similares en Oriente Medio e incluso en las grandes capitales europeas) como lo impredecible de los escenarios. Nueva Zelanda es el último lugar del mundo en el que un consumidor de medios occidental, acostumbrado a historias de masacres en institutos del Medio Oeste americano, esperaría un atentado supremacista. Por su parte, Sri Lanka llevaba una década de calma tras el fin de las guerras tamiles en 2009. Influye asimismo el hecho de que los últimos reductos del Daesh hayan sido conquistados. Los combatientes islámicos huyeron y ahora andan dispersos por todo el planeta. A partir de ahí, parece que ya no hay pautas ni límites: la impresión general es que la barbarie terrorista puede manifestarse en cualquier momento y en cualquier lugar.

Y es cierto. Pero no se gana nada provocando alarma social. En primer lugar, porque ello beneficia a las mismas organizaciones criminales. El terrorismo es una empresa mediática que funciona a base de generar noticias que conmocionen a la opinión pública. Los atentados violentos son el medio para lograrlo. Actuar como caja de resonancia de esta siniestra estrategia publicitaria por morbo sensacionalista o para criticar al gobierno de turno nunca fue buena idea. Además, el estar siempre poniendo la venda antes de la herida no solo desmoraliza a la gente. También produce el efecto conductista de masas ejemplificado en el famoso cuento de Pedro y el Lobo: cuando se produce un problema real, nadie reacciona porque todo el mundo piensa que se trata de una nueva patraña del pastor.

De lo anterior podría deducirse que nos encontramos ante un dilema: informar en exceso, con opiniones, bulos, historias macabras y vídeos de ejecuciones en Youtube es malo. Pero no hacerlo por miedo a la alarma social y a otras consecuencias resulta peor. ¿Entonces qué hacer? ¿Nos ponemos a la salomónica tarea de buscar nuevos yacimientos de virtud pública en los puntos medios, como buenos vástagos de una cultura democrática del consenso? Tampoco se trata de eso. La libertad informativa y a la libre expresión constituyen pilares fundamentales del sistema democrático y el Estado de Derecho. No se les puede poner trabas ni protocolos. Como mucho resulta admisible exigir a los profesionales de la información que actúen siempre con la responsabilidad y el alto nivel ético que su trabajo requiere. Nada de sensacionalismo barato. Solo informaciones contrastadas y veraces. Esto, en el mundo real, es mucho pedir y nos deja varados en el andén donde perdieron el tren todos esos ilusos y soñadores que jamás oyeron hablar de Maquiavelo ni la CNN. Pero más no podemos hacer y, de todos modos, resulta obligado exigir un mínimo de seriedad.

Para que una sociedad moderna pueda enfrentarse con éxito al problema del terrorismo no es necesario renunciar a un mundo sin fronteras para guarecerse en reductos amurallados o fortalezas digitales. Los dilemas que se nos plantean derivan de la formulación arbitraria de planteamientos interesados y artificiosos. En último grado, y aunque desde algunos lados nos quieran convencer de lo contrario, no tiene por qué existir contradicción entre la libertad y la seguridad. Lo único que tenemos que hacer es cambiar el chip, aceptando que el principal responsable en la lucha contra los males que aquejan al mundo (en este caso la locura terrorista) no es la autoridad pública, ni la policía, ni los servicios de inteligencia, ni mucho menos los periodistas que se supone han de informar -poco, mucho o en su justa medida- sobre los temas peliagudos. El protagonista principal es el mismo que sufre la violencia terrorista: el ciudadano de a pie.

Normalmente, pensamos que nuestra sociedad funciona como una trainera en las regatas de La Concha: un patrón marca el ritmo y los forzudos reman al unísono con determinación. Cualquier influjo que perturbe esa cadencia perfecta -ataques terroristas, disturbios, una catástrofe natural...- desembocará en una pérdida de concentración y de ritmo que puede dejar a la embarcación inmóvil y a merced de las olas. Tememos esta posibilidad y frente a ella reaccionamos con pánico. Una metáfora de fácil comprensión y además atractiva para la mentalidad vasca. Pero, en realidad, las comunidades humanas del siglo XXI se parecen más a un cruce regulado por semáforos en las calles de una gran metrópoli. Lo único que piensa el transeúnte es en pasar al otro lado cuando la luz se ponga en verde o en esperar una ocasión para saltársela porque tiene prisa, carece de sentido cívico o cualquier otra razón. Los vehículos hacen lo mismo. Sin embargo, casi nadie se detiene a pensar en lo que el paso de peatones y los semáforos significan para la vida pública y la complejidad de las relaciones sociales, políticas y tecnológicas que subyacen detrás de una estructura urbana tan simple. Nadie decidió que el paso cebra estuviese ahí por consideraciones ideológicas, ni el juego de luces es consecuencia del azar. El paso surgió como necesidad colectiva de la misma población y es del todo necesario para que la ciudad funcione bien. Consciente y plenamente asumido, el simple conocimiento de este hecho por todos los que hacen uso de la calle, bastaría para que todo marche sobre ruedas -y sobre zapatos- sin conflictos de ninguna clase.

En la lucha contra la violencia terrorista y toda forma de incívica barbarie, un grado sensato de conciencia pública y la participación activa de la ciudadanía -informada con objetividad y criterio profesional- constituyen el primer paso para vencer. Algo muy a tener en consideración en Euskadi, que tanto se precia, y no sin motivo, de sus elevados niveles de solidaridad ciudadana y eficiencia institucional.