UN reciente vídeo del líder del Estado Islámico, Abunbaker al Bagdadi, emitido por la agencia audiovisual Al Furqan, demuestra que este sigue vivo. Hacía cinco años que no se tenía una imagen de él y se muestra en su rostro el paso del tiempo. El clérigo sunní sigue teniendo cejas pobladas, barba espesa -eso sí, con hondas canas y un aire más descuidado-, rostro redondo, incluso parece que ha engordado, pero con un estilo de vestir menos temible, lo que le hace un hombre, en apariencia, menos fiero de lo que se recordaba cuando proclamó el Estado Islámico en la gran mezquita de al Nuri, en Mosul, en 2014.

Al Bagdadi ha sido poco amigo de las cámaras, como casi todos los líderes yihadistas, lo que ha hecho que su figura haya sido más simbólica y misteriosa. Recordemos al mulá Omar, de los talibanes, en Afganistán. Pueden ser hombres muy fieros en su discurso integrista y radical, pero sin un poder real, que por desgracia encarnan o se convierten en los referentes de un mundo terrorista al que no están dispuestos a renunciar e inspiran a otros a seguirlos. A pesar de que los servicios de inteligencia de medio mundo le buscan, de que se ofrecen 25 millones de dólares por una pista que lleve a su captura, Al Bagdadi ha sabido zafarse con inteligencia. Y aunque predica la lucha a muerte, la inmolación si es necesario, como en el último atentado en Sri Lanka, con 250 asesinados, él no está dispuesto a hacer lo mismo con su persona. Hay que cuidarse, y mucho, de no convertir su figura en un mito y que ese mito sea más grande que la amenaza que representa. Es verdad que llegó a gobernar desde Mosul una extensión de territorio casi del tamaño de Gran Bretaña y bajo su larga sombra tuvo dominio sobre once millones de seres humanos, a los que imponía el rigorismo y una justicia salvaje que persiguió y asesinó, en la búsqueda de imponer el Califato, a miles de personas. Un Califato universal convertido en una suerte de dictadura medieval islámica que impulsó una limpieza religiosa de diversas minorías (azarías, drusos y chiíes) y que hizo a la mujer casi invisible a nivel público (a riesgo de su vida).

El reciente vídeo, de apenas 18 minutos, hace referencia a hechos que demuestran que se grabó a inicios de abril. En él asegura que la última localidad en manos del EI no se rindió, sino que sus guerrilleros lucharon hasta el final, al igual que sucedió en Mosul y Raqa, cuando fue tomada por las distintas fuerzas gubernamentales. Lo que traslada un mensaje de que los yihadistas del EI deben vender muy cara su piel. Además, promete que vengará a los hermanos muertos o hechos prisioneros, subrayando así, una vez más, un planteamiento numantino y vengativo que solo puede ser acallado con su captura o muerte. En el vídeo también acepta el juramento de lealtad del Estado Islámico en el Gran Sáhara (ISGS), que actúa en Malí y Burkina Faso, al frente del cual se encuentra Adnan Abu Walid Sahraui, antiguo mando de Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI). La derrota en sus antiguos dominios no impide que el EI sostenga su propia logística y que compita con Al-Qaeda en ganarse la lealtad de diferentes grupos armados que operan en África y en Asia. Y ahí es donde está el mayor peligro. El eco de que la constitución del Califato es un poderoso elemento de propaganda pretende ser aprovechado por otros grupos que han decidido rendirle pleitesía. No es que eso cambie en exceso el panorama internacional, pero sí muestra el peligro de que el EI se atomice aún más y que su funesto legado pueda extenderse por otros lares. La inestabilidad, la debilidad de las estructuras gubernamentales, la confrontación ideológica-religiosa y la garantía de contar con una sociedad o minorías sociales descontentas o damnificadas alimentan y ofrecen un marco sin igual a estos grupos para captar apoyos y enraizar sus mensajes radicales. Estados Unidos ha identificado siete países en los que operan grupos leales al EI: Filipinas (Abu Sayyaf), Bangladesh (Junud al Tawhid wal Khilafah y Jamaatul Mujahideen Bangladesh), Somalia (Al Shabab), Túnez (Jund Al Jalifa), Egipto (Ansar Bait al Maqdis,), Nigeria (Estado Islámico en la provincia de Africa Occidental y Boko Haram) y, por supuesto, Siria. Muchos de ellos ya contaban con raigambre previa, pero han aprovechado la publicidad y el apoyo que les permitía unirse a la gran causa de constituir el denominado Califato. No hay duda de que la destrucción del EI no ha supuesto el fin de estos grupos ni su disolución, pues se dan muchos otros factores que entran en juego en estas sociedades y en la pervivencia de tales grupos armados que constituyen, muchas veces, entidades autónomas que aprovechan la incapacidad de los propios estados para desarticular sus estructuras.

Aunque la mayor parte de las noticias que nos llegan son en relación a los voluntarios que regresan a sus hogares en el Magreb y el peligro que eso supone, hay que pensar que tales grupos siguen operativos y son una amenaza latente contra sus sociedades, alentando su desestabilización y el enfrentamiento religioso. Sin olvidar que, en ocasiones, para reprimir o contener la violencia de tales organizaciones, las fuerzas gubernamentales actúan de una manera dura y despiadada contra la población civil.

Una parte de la tarea de acabar con la estructura principal del EI está hecha, pero no es ni mucho menos suficiente para finalizar con la amenaza a medio y largo plazo. Mientras Al Bagdadi continúe libre, será un recordatorio permanente de que el EI no está dispuesto a rebajar, a claudicar ni a renunciar a su proyecto totalitario.