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Infancia migrante, infancia en peligro

CUANDO Mahin se topó de bruces con ese policía croata que le rompió la nariz en dos trozos, le agarró el precario Smartphone con el que a duras penas lograba ponerse en contacto con su primo que vive en Lyon y se lo destrozó tirándolo al suelo, de pronto cayó en la cuenta de que sobrevivir no iba a ser tan fácil. Mahin tiene 17 años y viene de Irán, aunque a sus interlocutores en ese momento nos ha dicho que tiene 19. El mediador cultural que nos traduce la conversación del farsi, nos aclara la situación en inglés, “actually, he´s 17”. Mahin es lo que conocemos como un MENA (Menor Extranjero No Acompañado) que quiere permanecer oculto frente al sistema. Ese sistema -el Bosnio para más señas- que resulta lo suficientemente débil como para poder ofrecerle un tratamiento digno, pero que es lo bastante solidario como para no dejarle en la estacada.

Mahin, como otros casi 1.500 menores, está atrapado en el rincón más olvidado de Europa: Bihac, Bosnia y Herzegovina. Un punto donde confluyen los deseos de huida hacia delante, con la cruda realidad de la frontera física con la Unión Europea. El “game” como lo llaman ellos -en masculino, porque casi un 100% son hombres- es sencillo: basta con salir del campamento, con paso decidido, rumbo a la montaña que hace de frontera entre Bosnia y Croacia. No hay un hito físico que marque el inicio del sueño europeo o el estancamiento de la frustración. Cuando atraviesan de noche la frontera y una patrulla policial los intercepta y los devuelve a Bosnia, lo llaman “game over”. Pero lo vuelven a intentar.

El crédito, sin embargo, no es infinito. No es un juego. Es la vida real para miles de niños y niñas que están utilizando las distintas rutas migratorias que hay en el mundo para iniciar una nueva vida. Aspiran a un mundo mejor, donde poder ser artistas o futbolistas, pero también de sueños más modestos se nutren algunos, basta con que le den trabajo en un taller y poder enviar algo de dinero a sus familias. Para ellas, que se quedan en origen, sus hijos son la avanzadilla, una especie de aval que les asegure poder sobrevivir a la guerra o a la miseria. Más desgarradoras son las imágenes de familias enteras, moviéndose entre la penumbra, llegando casi desfallecidas, suplicando a los trabajadores humanitarios un poco de sosiego y paz para poder continuar su viaje. Porque nada les va a detener. Ni siquiera Donald Trump o Matteo Salvini.

La Caravana Migrante, la Ruta de los Balcanes, el estrecho de Gibraltar o la frontera entre Bangladesh y Myanmar, entre otras muchas vías, solo suponen el marco donde miles, millones de niños y niñas transitan, al margen de instituciones, de sistemas y de gobiernos. Urge, necesariamente, un cambio de visión en la manera en la que entendemos los movimientos migratorios en particular y, dentro de ellos, los que protagonizan los niños y las niñas. No debemos entender el proceso migratorio como un hecho con un origen y un destino. Serbia es un país de tránsito al igual que lo es Euskadi, pero eso no significa que debe marcar con luces rojas la pista de despegue hacia el país vecino. Una sociedad avanzada es aquella que ofrece alternativas a las personas que huyen -en forma de asilo- y que acoge a la infancia refugiada en su sistema.

Save the Children ha tenido la oportunidad de contar con un excelente aliado sobre el terreno. El Gobierno Vasco, a través de su Dirección de Derechos Humanos, ha entendido que su responsabilidad social va mucho más allá de lo que marca su delimitación política y territorial. Está apoyando a nuestra organización en un proyecto que sirve para proteger a la infancia migrante y refugiada, a conocer sus porqués y sus deseos, a explicarles sus opciones y a ser transparentes con ellos. Se trata de evitar que caigan en redes de tráfico de personas.

Igual que la ruta entre Guatemala y México, la que transcurre por los Balcanes occidentales está repleta de peligros. Los entornos seguros que las organizaciones que trabajamos por los derechos de la infancia establecemos en los campamentos son los únicos espacios donde los niños y niñas pueden seguir siendo eso, niños y niñas. “Children friendly space”, los llamamos. Un espacio amigable donde jugar, rodeados de sacos de dormir y tiendas de campaña, dibujando arcoiris que nunca salen en este rincón del mundo.

Cuando la delegación vasca visitó uno de estos centros la pasada semana durante el viaje institucional a los Balcanes, todos los presentes caímos en la misma certeza a la que había llegado Mahin cuando vio la sangre derramada de su nariz: si no les ayudamos, no sobrevivirán. “Welcome to hell” (“Bienvenidos al infierno”) nos soltó uno de esos jóvenes, mochila en ristre, y sonó como una bofetada de realidad en nuestra cara. Sin embargo, en su boca sonaba hasta divertido, con una mueca irónica. Lo que ocurría en realidad es que ese joven sabía que la nieve y las temperaturas de 20 grados bajo cero no le iban a pillar en Bihac. Con un poco de suerte, si la policía croata no lo impedía, entraría en Eslovenia, de ahí a Italia? y quién sabe, quizá, de polizón, podría acabar en Francia.

La esperanza resulta incombustible en estos jóvenes y se recarga de la misma forma en la que cargan la batería de su inseparable teléfono móvil. Una conversación, una foto de algún familiar en un paraíso cercano, les hace movilizarse. Les hace motivarse para intentar el game.

Otra imagen nos saca de nuestro ensimismamiento: “¿Quién no quiere regresar a su casa? Echo de menos Afganistán”, reza uno de los dibujos que ha pintado, nos dicen, una niña de 6 años. El problema es más grave: si avanzar es peligroso, volver atrás es, literalmente, la muerte. No lo permitamos.