EL timbre sonó temprano, apenas amanecido. Tardé solo un par de minutos en ponerme la bata de Harry Potter y quitarme el gorro de dormir. Cuando abrí la puerta, una catarata de cajas de cartón y sobres acolchados se me vino encima. Con la modorra del madrugón pensé que había descarrilado un tren de mercancías, pero detrás del citado desprendimiento había una caravana de repartidores en moto, patinete y bicicleta, que pisoteando el césped se perdían más allá del horizonte del seto y reclamaban brazo en alto una firma para salir pitando. Garabateé todos los documentos que me pusieron delante, coloqué mi huella en pantallitas de cristal y me escanearon el iris en un par de ocasiones individuos con acentos del lejano oriente. Me hice cargo de los fardos sin hacer preguntas. Al fin y al cabo, hasta que no me tomo el tercer café no soy persona y todo me da lo mismo. Cuando se despejó la niebla en mi cabeza, volví a la zona cero para hacer balance. Había embalajes de Amazon, Bimba y Lola, Carrefour, Dekohogar, Ebay y, así, hasta bien entrado el abecedario. Por un momento pensé que alguien había confundido mi casa con una consigna pero, entonces, una voz reconocible me pregunto desde la cocina: “¿Cariño, ha traído el cartero algo para mí?”. “Si no ha muerto atropellado en el tumulto hace un rato, creo que sí”, le contesté. “He pedido para probarme algo de ropa, algunos cosméticos, dos rifles de competición y piezas para montar una Vespa. Devolveré lo que no me guste”, me explicó. “¿Aprovechando el Blas fraile?”, le dije, por decirle algo. “¡Qué va! Esos llegarán el lunes”, me anunció. Mientras entraba en casa reflexioné sobre la condición humana y llegué a una conclusión: “Yo soy yo y mi paquetería”. Ortega y Gasset estaba equivocado.

@caducahoy