VERCINGÉTORIX fue el líder que reunió a todas las tribus galas para enfrentarse a Julio César. No consiguió la victoria; al contrario, fue derrotado, detenido y ajusticiado por el caudillo romano. Sin embargo, en el imaginario patriótico de los franceses representa el líder espiritual, el padre de toda la Francia, el protogalo. En tiempos no tan lejanos, en las escuelas, liceos y colegios del país vecino aleccionaban a sus alumnos diciéndoles que “todos eran hijos de Vercingétorix”, aquel hombre de tez blanca y pelo rubio. El pasado domingo, esos hijos de Vercingétorix se proclamaron campeones del mundo de fútbol. Y sin embargo, los rubios de tez pálida brillaban por su ausencia. La selección que dirige el vasco Didier Deschamps cuenta en sus filas con una mayoría de jugadores cuyos orígenes entroncan fuera de la Galia. Descendientes de congoleños, haitianos, cameruneses, guineanos, argelinos, malienses, togoleños, angoleños, marroquíes, argelinos, senegaleses, españoles, filipinos y hasta de la Martinica, 18 de los 23 jugadores de los bleus hunden sus raíces en el extranjero. A esos sí que alentó y animó el presidente francés, Emmanuel Macron, desde el palco del estadio moscovita. Ellos no representan un problema. Pertenecen a la élite monetaria. Al contrario que sus primos, que se juegan la vida cruzando el Mediterráneo en busca de una vida mejor, pero a los que nadie quiere. Aunque puedan contribuir a la grandeza de Francia.
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