Perder la perspectiva
VIVIR atrapados por la actualidad, por la ansiedad de un día a día frenético, nos hace perder la perspectiva descontextualizando los comportamientos humanos y la evolución de las propias sociedades. A esta característica se le une el desarrollo de las tecnologías y la imparable comunicación universal que nos permite conocer, prácticamente a tiempo real, lo que ocurre y acontece en cualquier punto del planeta.
Tal fenómeno no es, desde mi punto de vista, ni bueno ni malo. Es una constatación de que vivimos en un mundo de respuestas inmediatas, de cambios permanentes y de una falta de sosiego que convierte la experiencia vital en un tránsito acelerado de sensaciones que nos deja la enorme paradoja de que mientras la expectativa de vida progresa y se acrecienta largamente esta resulta cada vez más fugaz y trepidante.
Alguno dirá que no está acostumbrado a leer en mis artículos reflexiones tan profundas. Que me hacía más ligero en las ideas. ¿Será la melancolía? ¿El avance de la edad? ¿Los efectos del Sintrom? Quizá.
Lo cierto es que a ese grado de introspección me ha llevado un hecho aparentemente irrelevante pero, incidiendo en sus consecuencias, importantísimo. Me refiero a los cambios que en mi generación se han dado en lo que a indumentaria se refiere. Pase que fruto de la libertad de pensamiento se haya democratizado la vestimenta. Y que se la haya desacralizado. De ahí que entienda que hoy en día sea corriente llevar a la vista los tirantes del sujetador. O que los pantalones se ciñan por debajo de la cintura dejando al aire la goma del calzoncillo. Pase que los chándales hayan dejado de ser prendas deportivas o que las zapatillas no lleven cordones o, si los llevan, no se aten. Lo que no termino de comprender es que ahora estén en boga los pantalones rotos. Por los bajos, las rodillas, los bolsillos? No es que se rompan por el roce o el uso. Es que se compran así. En mi época de joven, mi madre me habría cruzado la cara. Y me habría llenado de petachos y parches la prenda agujereada.
No. Lo que entonces era una imagen de dejadez, de gente desarrapada, ahora se ha convertido en tendencia. Es cool que dirían los expertos en tontería.
Lo que pasa es que hoy no se valora como Dios manda la calidad del tejido, la materia prima, y se mira simplemente lo superficial. Así pasa lo que pasa. Jamás hubiera pensado que la sociedad del siglo XXI apreciara tan poco un material como la lana, que en el pasado fue como el oro.
Un pastor me dejó con la boca abierta en un reportaje televisivo. Esquilaba ovejas con gran destreza y concluida su faena sentenció que no sabía qué hacer con la lana. Que nadie la quería y que se había convertido en un problema como residuo a destruir. La lana ¿basura?
No me lo podía creer. El mismo material que en la edad media contribuyó al esplendor de Flandes, a la potencia productora de la meseta castellana, al imperio de Carlos V, al desarrollo de las villas en la ruta exportadora (Balmaseda), a la creación de Bilbao y de su puerto. La misma materia que impulsó nuestra Casa de contratación en Brujas, la presencia de la Nación Bizkaina en el centro del mercado textil europeo. Esa misma lana es la que ahora nadie quiere y genera un problema para los pastores. Jaungoikoa! A dónde hemos llegado. Empezamos por los pantalones rotos y terminamos aquí.
Pero no. Con la crisis lanar de por medio, un grupo satírico guionizó una broma radiofónica según la cual “el 90% de las ovejas en España se cría para fines sexuales”. La boutade del El Mundo today no gustó mucho a una jueza bilbaina que exigió la rectificación y la retirada del contenido de la “mofa” al considerarla “un insulto grave a la labor de los pastores”, advirtiendo a sus autores que incurrían en una “imputación general y gratuita del delito de bestialismo” sobre este colectivo.
Todo lo vinculado al mundo animal ha sufrido una trasmutación muy relevante en nuestros días. Hoy resultaría punible legalmente lo que nuestros antepasados cercanos hacían para desprenderse de camadas numerosas y no deseadas de perros y gatos. Antaño -qué crueldad-, las crías se metían en un saco lastrado con piedras que se arrojaba al río.
En este nuevo tiempo contemporáneo, la protección a los animales se ha llevado a los parlamentos. Y no hablo de los toros de lidia, actividad que personalmente aborrezco. El Congreso de los Diputados ha determinado recientemente que los animales, los perros, los gatos, etc. -las mascotas- no son “cosas” sino “seres vivos”. El Partido Popular, proponente de la modificación normativa, consiguió por primera vez en la legislatura corriente poner de acuerdo a todo el arco parlamentario. Según dictaron sus señorías, los animales dejaban de ser “bienes muebles”, como una televisión o la nevera, para ser tenidos como “seres sintientes”. Incidiendo en la materia, los parlamentarios podían haberse esmerado más y haber dictaminado también que los animales dejaran de ser tratados como personas, pero tal consideración, tan necesaria en algunos casos, no se produjo.
Este efecto animalista se ha extendido por doquier. Lo más de lo más conocido hasta hoy viene de Suiza. El gobierno helvético ha prohibido cocinar langostas vivas en agua hirviendo, práctica culinaria extendida en miles de restaurantes de todo el mundo. La normativa, anunciada esta pasada semana y que entrará en vigor en marzo, señala que los decápodos deberán ser “aturdidos” antes de sacrificarlos para el consumo. ¿Aturdidos? ¿Cómo? ¿Se les expele el humo de un porro entre los ojos? ¿Se les somete a una sesión discográfica de Franco Battiato?
Se empieza por prohibir cocer el marisco y se termina por pedir perdón al comer una chuleta de vaca. Masterchef tiene los días contados.
Ahora me explico el boom del tofu o la quinoa. Tanto cambio va a terminar por desquiciarnos. No me extraña que hasta el más recio en mantener sus posiciones pierda la coherencia llegado el caso y desdibuje su firmeza. Eso es, según parece, lo que le ha podido ocurrir al señor Muñoz.
“Nos gustaría que la política penitenciaria y la normalización se colocaran como elemento de condición para las relaciones con el Estado”. Esta afirmación fue hecha por el secretario general del principal sindicato del país en el transcurso de la manifestación de apoyo a los presos vascos celebrada el pasado sábado en Bilbao. Acertada reflexión. Ahora bien, si se pide colocar “como elemento de condición” eso significa que se haría en el marco de una negociación ¿no? ¿En qué quedamos, don Adolfo? ¿Hay que negociar con el gobierno del Estado o no? ¿Hay que romper y rasgar con los protagonistas del 155 o tratar de establecer con ellos un nuevo marco de normalización y convivencia? ¿No decían ustedes que no se podía hablar con el PP porque este era el partido más corrupto de Europa? ¿Dónde queda el pudor o la dignidad ahora? ¿No aseguraban con firmeza de abertzale auténtico que frente al Estado había que actuar de manera unilateral?
Habrá sido un lapsus. Seguramente. O una malinterpretación por mi parte. Últimamente estoy un tanto obtuso. Por poner otro ejemplo, y volviendo a la política penitenciaria, de las consultas y las informaciones que tenía de otras formaciones y colectivos, había llegado a creer que para avanzar hacia una solución en esta materia había una coincidencia en abordar las acciones de manera efectiva y no efectista. Es decir, buscar complicidades y consensos alejados de los focos y de la exaltación que provocara la reacción visceral de la caverna española. Habíamos llegado a la conclusión de que era mejor trabajar discretamente en la cocina para obtener resultados ciertos en lugar de la propaganda y el exhibicionismo.
Debí confundirme (una vez más). Porque algunos ya han anunciado, a bombo y platillo, que su próximo paso será celebrar una nueva manifestación y esta vez en Madrid. Para despertar las bajas pasiones de quienes lejos de cualquier vía de conciliación reivindican la prisión permanente revisable -cadena perpetua- y presionan al gobierno del PP para que nada se mueva, y si lo hace, sea en sentido contrario al que debiera producirse.
Qué falta de inteligencia. Qué superficialidad en las decisiones. Y qué ganas de protagonismo desafortunado. Confío en que rectifiquen o que quienes directamente más padecen las consecuencias de la excepcionalidad carcelaria les obliguen a replantearse su estrategia. Para no perder la perspectiva y para que el cambio que ha de venir sea de fondo y no se quede exclusivamente en la parte estética.