Es uno de esos personajes que podemos llegar a juzgar como prescindibles en una novela. Que aparecen y desaparecen. Sin los que podríamos seguir el argumento del relato durante buena parte de la lectura, pero que al final se descubren como esenciales para llegar a entender, para comprender las intenciones de quien imaginó y escribió esa historia.
Esteban García, el niño de La casa de los espíritus de Isabel Allende, es uno de esos personajes. Su aliento se deja sentir a lo largo de toda la novela. Él es al que envenenaron su infancia con la idea de que si no hubiera sido el hijo de un bastardo del patrón podría haber sido el propietario de la gran hacienda, de Las Tres Marías.
Él es -en palabras de la propia Allende- la bestia que acechaba en las sombras, la pesadilla agazapada en el interior de Alba, la nieta, la heredera del patrón. Él es quien, de una forma brutal con su piel áspera y mal afeitada, le robo siendo una niña su primer beso. Él es el joven moreno, desmañado y torpe que sentía que odiaba a esa criatura casi tanto como odiaba al viejo Trueba, al que una tarde le pidió una recomendación para entrar en la Escuela de Carabineros. Él es el Coronel que empoderado por unos galones y lleno de rencor, odio y resentimiento viola, tortura y humilla a la joven nieta del patrón.
Él es quien se pasea por mi mente cuando escucho una denuncia de trato vejatorio, de situaciones humillantes provocadas por quien debería ser celoso guardián y protector de los más elementales derechos de toda persona. Él es quien hace que me pregunte por qué hay quien confunde poder con despotismo, con humillación. Qué rencor y desprecio puede alimentar esa falta absoluta de empatía de los Esteban García con los que podemos encontrarnos cada día. De esos que se creen impunes y nos acechan en las sombras. De esos que haberlos, haylos.