Las castañas mágicas del otoño
ESTE otoño, de verdad caliente y loco -el termómetro llegó a romperse y ya no sabemos la altura que puede alcanzar el mercurio descontrolado-, ha convertido las calles en un variopinto espectáculo en el que las botas juegan al corro con las sandalias y se confunden los tirantes y los jerséis porque, a fin de cuentas, el calendario ha marcado siempre el atuendo de nuestro armario... y el de la política por tópico que resulte eso del otoño caliente: fuera de Euskadi tienen mucho calor, aquí parece que ya se impone el tabardo.
Pero las castañas, las deliciosas castañas, no fallan en otoño. Ya hay casitas de hojalata -como hornillos de antes- que dejan en el aire olor calentito y mágico, porque? ¿usted sabe que las castañas son mágicas?
Los brujos aseguran que el castaño pertenece a los dioses Júpiter y Saturno. Nos dan la suerte, el vigor y la fuerza de Júpiter, nos protegen de todo lo negativo y alejan los espíritus malignos y el mal de ojo gracias a Saturno. Dicen que absorben el dolor físico por su enorme emanación magnética. Si las llevas en el bolsillo -me lo dijo un baserritarra de Zeanuri- te quitan los dolores de muelas y de almorranas. Son también útiles para combatir problemas de espalda, circulación, reuma y ciática.
El castaño puede vivir mil años. Antiguamente, se le llamaba el árbol del pan por el poder alimenticio de sus frutos. Procede de Asia y lo introdujeron los griegos y los romanos en Europa. No sé si ellos conocieron las cualidades misteriosas del castaño, ni el ritual necesario para que tengan éxito las peticiones.
Se lo voy a contar.
Para atraer todo el poder mágico de las castañas, hay que rezar sobre ellas y después bendecirlas. Si desea curar a un enfermo, debe ponerlas en un cuenco de porcelana debajo de la cama, para que absorba el mal, y, como tienen un alto poder cabalístico, el número de castañas tiene que ser impar: tres. cinco o siete.
Usted puede hacer también un saquito y meter las castañas (le recuerdo, número impar), si se toca la zona dolorida el resultado es mayor. Para que el efecto sea -digamos, genial- tiene que seguir un ritual sagrado-pagano de éxito más seguro. Ponga la mano sobre el saquito, visualice con fuerza que se le quitará el dolor y diga estas palabras encantadas: “En la enigmática estación otoñal, bajo el tenue sol de las mañanas para preparar esta receta herbal sostengo en mis manos estas castañas. Anciana abuela de la Tierra y de las hadas haced que el dolor desaparezca. Así es. Hecho está”. Ha de repetirlo tres veces.
Si, además, quiere dinero, envuelva un billete en una castaña.
En estas fechas de Todos los Santos dicen que existe una especial conexión entre el mundo de los vivos y el de los muertos. En la antigüedad clásica, las castañas eran el alimento de los difuntos en su viaje a la eternidad. En algunos lugares hay costumbre de dejar un puñado de castañas en el día de difuntos para que estos cuiden los frutos y las cosechas durante todo el año.
La magia de las magias Pues ya sabe, a regalar castañas. Yo las compraría a toneladas para entrar en el Parlamento -de cualquier comunidad autónoma, no soy exclusivista-, al Senado, a La Moncloa, al Palacio Real, a algunos ayuntamientos? Iría con un saquito de los de pedir, como esos que pasan por los bancos de las iglesias y las personas que los llevan te miran mal si no echas alguna moneda, pero yo repartiría. Regalaría a todos esos señores y señoras castañas y les diría: “Tenga una castaña para el mal de ojo, para la concordia, para el bien pensar, para tener buenos deseos, para que no le duela la espalda de estar tanto sentado ni los dientes por tenerlos tan apretados”.
También daría una castaña a los que hablan por hablar sin informarse, a algunos curas que dicen tópicos desde el púlpito en los funerales, a las señoras que cantan mal en la iglesia, para que se aclaren la garganta o se callen -el silencio puede ser el más hermosos himno-, a los tristes para que una sonrisa les ponga guapos? Creo que no tengo dinero para tantas castañas como compraría.
Pon color en tu vida He guardado la ropa de verano. Al colgar en las perchas la correspondiente a la estación, he sentido tristeza. Negro, azul marino, marrón? Por fin, repasando entre las bolsas, he encontrado mi capa y mi traje rojo.
Necesito colores alegres que me acompañen porque hay veces que da mucha pereza levantarse sin sol, más aún, cuando ni siquiera ha amanecido y no sabemos la sorpresa que nos dará el día.
He paseado por los estands de cosmética, mi vicio. Me compraría todos los perfumes del mundo. “Mi abuela -le dijo mi nieto Ignacio a mi hermana Viví- tiene un perfume para cada día”. Lo dijo con chulería porque se cree que es verdad. Tengo los frascos en una balda de mi cuarto, expuestos como libros en una biblioteca y sin guardar en armarios para verlos. Según los expertos, es un pecado porque deben de estar en la oscuridad. Me da pena que se terminen y cuando queda poco (lo repito si me ha gustado mucho) sigue en mi balda. Por eso dice Ignacio que tengo tantos. Me encantaría que fuera verdad la opinión de mi nieto. ¡Qué placer! Es fascinante cómo unas gotas pueden cambiar el humor del día. Y los nombres te llevan de viaje a jardines franceses de rosas, con escalas en Portofino, Pondicherry, ir a un desierto con Dune, dar vueltas con un vals en el Gran Baile y hasta sentir que un momento -quizás ni llega a segundo por tan difícil- ser Sharon Stone en J‘Adore. ¡Qué modelos y que nombres utiliza Dior!
Y de maquillajes? todas las estanterías de los muestrarios de colores los trasladaría a mi cuarto para probar los colores como una niña que juega a pintarrajearse como la señorita Pepis.
Me encantan las barras de labios rojos, muy rojos, granates, berenjenas y burdeos, pero no sé hablar si me pinto los labios. Me pasa como a mi madre, que decía que si se ponía gafas de sol, no oía. Son manías deliciosamente personales.
Me faltan muchos colores en mi armario. Siempre espero una sorpresa que me permita cambiar toda la ropa. Me encantaría que apareciera una hada gordita, como la de la Cenicienta, y echara un poco de polvo de oro en mis vestidos y abrigos y de pronto se cambiaran justo a mi medida. Haría lo mismo con los zapatos. ¿Se imaginan un zapatito de cristal dentro de alguna bota?
La casa la dejaría igual porque todos hemos hecho nuestro palacio particular para vivir y raramente necesitamos algo más que un ramo de flores de vez en cuando para sentir la belleza cerca. Por si acaso, voy a poner unas castañas por las butacas.
Vale ya de sueños. He metido una castaña en el bolsillo y quizás los dioses me conviertan en la ganadora de un premio de letras, que es lo único que sé hacer, y así pueda comprar mis sueños. A fin de cuentas, casi todo lo que queremos se puede conseguir con un poco de ahorro. Lástima que nunca he sabido cómo se hace el misterioso montoncito para el mañana y para el hoy. Nunca seré ejemplo de nadie.