Si una de las características primordiales del Estado era la del monopolio del uso de la violencia, yo consideraba, paralelamente, que una de las características primordiales del entramado de los multimedia gubernamentales era la del monopolio de la pos-verdad. Demasiado acostumbrados en Madrid al “no importa lo que ocurra, sino la forma de escribirlo o narrarlo con imágenes después”, quizás se les había llegado a desactivar algún by-pass de su sensibilidad política, quizás habían llegado a obnubilar una sección básica en el área de su percepción de la realidad. El problema añadido no era, lisa y llanamente, cómo tergiversaban la realidad los multimedia allí instalados, cuál era el automatismo de sus focos y proyectores; el problema, así lo consideraba yo, era que habían hecho de la manipulación y de la pos-verdad su razón de ser, su medio de existencia, dentro de esta faceta de la lucha por la supervivencia no del más apto, sino del más falto de escrúpulos. Y era así como en tertulias de radio y televisión, en letra impresa, engordaban las apuestas que casi diariamente iniciaban una puja de humillación a nacionalistas catalanes o vascos; o convertían en diversión la intrascendencia de silenciarnos. No respetarnos cual somos, hurtar nuestra idiosincrasia, quizá hasta negarnos, parecía seguir siendo ¡a estas alturas!, preciso para evidenciar y afianzar su creencia en la nación única que debe ser España. Siempre tenían el recurso, para acallar su mala conciencia, de uniformarnos de victimismo, su proclama más manida. Pero España seguía siendo plurinacional. A mi modo de ver y sentir, que se unía como es obvio al modo de ver y sentir de millones y millones. Y reconocerlo tendría que ser enriquecedor para todos.
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