lAS sucesivas medidas represivas adoptadas por las autoridades españolas para impedir la celebración del referéndum en Catalunya, que culminaron con la delirante intervención de la Policía Nacional y la Guardia Civil el 1-O, han puesto en evidencia que las libertades del régimen de autogobierno fundado en la Constitución española de 1978 solo funcionan en la medida en que las instituciones autonómicas están dispuestas a comportarse, en feliz metáfora del consejero Erkoreka, como si fueran monaguillos. Salirse del guion marcado en la liturgia constitucional y aspirar a un reconocimiento nacional dentro del Estado, tal como se intentó antes del cepillado y desmoche del Nou Estatut, o pretender una suerte de cosoberanía como la del Plan Ibarretxe, han demostrado ser fantasías, txakur ametsak. Quienes están dispuestos a recurrir a la violencia para impedir un voto masivo han dejado muy claro que invocan la ley y el respeto al orden constitucional para enmascarar su voluntad de perpetuar un dominio nacional y poder continuar con la subordinación de otras nacionalidades a la España española que ellos representan y de cuya gestión se benefician.
El procés está desmontando muchas de las ficciones pergeñadas en torno a la Santa Transición y, en particular, las difundidas sobre las bondades del Estado de las autonomías y el funcionamiento del Estado de derecho. Como estamos comprobando, el control del ministerio fiscal por el Gobierno de la nación española, ya se trate del PP o del PSOE, tanto monta monta tanto, es abusivo y responde a intereses ajenos a la defensa de la legalidad o los derechos de los ciudadanos. La administración del poder judicial también ha sido pervertida mediante el control partitocrático de su Consejo General, que en lugar de promover la defensa de la independencia de jueces y magistrados, ha premiado a aquellos que inspiran confianza a los grandes partidos y a los intereses que los sostienen. Una sectaria selección de personal ha favorecido que el lobby de los denominados jueces vivaspaña se perpetúe y haya ido minando la credibilidad del Tribunal Constitucional para mediar como árbitro imparcial en los conflictos sociales y territoriales. El gobierno de la nación española y la fiscalía a su servicio han hecho un uso fraudulento de la ley para eludir las garantías constitucionales previstas para la suspensión de derechos. Se ha preferido esquivar las vías formales, como declarar el estado de excepción previsto en el artículo 116 o los controles normativos y parlamentarios del artículo 155 para poder intervenir la autonomía (finanzas, policía) o suspender derechos (expresión, reunión), saltándose incluso lo dispuesto estatutariamente (artículo 164 del Estatut de Catalunya) que establece, como recordó Legarda en el Congreso, que la seguridad pública es competencia exclusiva de la Generalitat. Semejante abuso sistemático de poder ha contado con la connivencia de un Tribunal Constitucional dispuesto a asumir el supremacismo nacional como doctrina y razón de Estado.
Sin duda que el referéndum convocado por la Generalitat carecía de suficientes garantías; la ley de Transición, del necesario rigor democrático que exige la división de poderes; y que en el pleno del Parlament no se respetaron derechos y procedimientos parlamentarios. La pertinaz negativa del nacionalismo español a pactar un referéndum con garantías tal y como han reclamado las autoridades catalanas ha conducido a numerosas irregularidades, o a saltarse la legalidad española y a perfilar una nueva soberanía y legalidad. Sin embargo, querer reducir el conflicto político que se plantea en Catalunya a términos legales es falsear la cuestión. Debiera recordarse que la renovación del autogobierno vasco y catalán se ha hecho imposible en el marco constitucional y ha conducido a que cuatro décadas después en Catalunya el marco estatutario carezca de legitimidad y en Euskadi aún se reclame su cumplimiento.
Durante estos años, la política de los señores de la Constitución y sus agentes ha sido regodearse en el supremacismo. Saben que cuentan con los recursos de un Estado propio y con un voto de calidad. PP, PSOE o Ciudadanos disponen en Madrid de mayorías suficientes para cepillar los consensos que puedan alcanzar otras mayorías en los parlamentos de Euskadi o Catalunya y el españolismo tiene un limitado interés por el pacto porque sabe que cuenta con un derecho de veto y que a pesar de ser minoría en Euskadi y Catalunya, con el actual marco constitucional, siempre resultará hegemónico. El unionismo no quiere llegar a acuerdos que impliquen poner en cuestión su privilegiada situación y aspira a mantener, o a lo sumo a maquillar, ese status quo. Pero el diferente trato entre naciones supone que entre los ciudadanos se mantenga una desigualdad política según su identidad nacional. Un nuevo reparto de competencias y recursos que no reconozca esa igualdad entre ciudadanos a decidir su futuro no servirá para poder ofrecer una solución estable y democrática al conflicto. La democracia española está condicionada por su origen como reforma posfranquista y las líneas rojas, como la imposición de la monarquía o la negativa a reconocer el derecho de autodeterminación, que se quieren seguir manteniendo for ever after suponen perpetuar el marco constitucional español como una democracia limitada. Como en el reparto competencial los poderes centrales que representan a la nación española se reservan las materias e instituciones dominantes, sucede que un partido como el PP, que es residual electoralmente en Catalunya y Euskadi, tutela ambas comunidades y las representa en los foros internacionales. Una falsificación representativa que se agrava con el refuerzo de los poderes centrales en las instituciones europeas.
Como ha recordado Anasagasti, el nacional-constitucionalismo quiso lidiar al soberanismo rodeando a Euskadi y Catalunya de cabestros autonómicos. Pero hoy como ayer, más allá del reparto de competencias y recursos, la cuestión de fondo tanto en el denominado conflicto catalán como en el vasco, sigue siendo el reconocimiento de la dignidad política a poder definir la identidad personal y colectiva democráticamente. En ese sentido, el derecho a decidir forma parte de un legado histórico y, como la igualdad de género, es un requisito democrático del siglo XXI. El derecho de autodeterminación simboliza el ejercicio colectivo de la libertad de los ciudadanos de un territorio a poder definir su identidad política y, por eso, quienes se niegan a reconocer que los ciudadanos de Catalunya y de Euskadi tienen el derecho a decidir su futuro político en un referéndum con garantías y a responder si quieren o no una república catalana o vasca se comportan como fatxas que atribuyen al príncipe un derecho a imponer una confesión nacional sobre sus súbditos. La tajante negativa a que se pueda decidir democráticamente formar o no parte del Estado que representa a la nación española es un signo de intolerancia y autoritarismo, se cubra con una camisa azul o con ropajes de progresismo e ilustración. Mientras la sagrada unidad de la patria continúe siendo el dogma de fe de la España española y para perpetuar el dominio de su identidad nacional sobre los ciudadanos de Catalunya o Euskadi el Estado recurra a judicializar, criminalizar o policializar el conflicto, la convivencia se asentará sobre el dominio y la sumisión y, en consecuencia, será una farsa democrática.