pOR eso estamos a punto de vivir el choque de trenes más dramático de nuestra democracia, entre dos convoyes repletos de viajeros conducidos por maquinistas suicidas. ¿Se puede evitar? Cada vez parece más difícil, aunque no se puede descartar que como en la negociación de los convenios colectivos al final se alcance un acuerdo para evitar la huelga, en este caso el choque frontal. Pero aunque se produzca es probable que acabe viniendo bien, para resolver de manera definitiva este complejo embrollo.
En un momento en el que todas las partes se creen en posesión de la verdad absoluta, resulta imposible predicar soluciones por la vía del diálogo, el entendimiento y el acuerdo; imposible que prevalezca el sentido común cuando quienes conducen esas locomotoras están dispuestos a todo. Solo hay que observar las diferentes reacciones en las redes sociales estos días para darse cuenta de ello.
Es cierto que la ciudadanía catalana, por inmensa mayoría, desea expresarse libre y democráticamente, como también que esa expresión debe ser regulada por cauces legales y de acuerdo con las normativas de las que nos hemos dotado.
También parece evidente que de haberlo permitido -y el artículo 92.1 de nuestra Constitución abre posibilidades para ello- el resultado habría sido mayoritariamente contrario a la secesión. Más aún si al final los catalanes y catalanas hubieran ido a votar sabiendo claramente las consecuencias de su voto. O sea si la razón y la verdad se hubieran impuesto entre nuestros dirigentes, los de uno y otro lado.
Si a eso le hubiéramos añadido una gota de cesión por parte del Estado en materia fiscal y de fortalecimiento del autogobierno, esa victoria podría haber sido por goleada.
Pero no ha sido así y ahora nos encontramos en una situación límite, la más peligrosa para todas y todos, catalanes o españoles qué más da, desde el 23-F de 1981.
La reacción del gobierno del PP tras los plenos del Parlament en los que se aprobaron las Leyes del Referéndum y la denominada de Desconexión, ha pasado de la inanición habitual de Rajoy a la agresividad más violenta. Desde ese día 6 hasta hoy, ha puesto a toda la maquinaria judicial, policial, económica y política al servicio de impedir que se produzca de manera desproporcionada.
En lugar de aceptar las recomendaciones que le vienen desde la izquierda, el PSOE y Podemos, para que este conflicto se resuelva a través de la política, de la negociación, el diálogo y el acuerdo, ha optado por la vía de un Estado de Excepción de facto en Catalunya. El peligro de la aplicación del artículo 155 de la Constitución que pendía cual espada de Damocles se ha hecho realidad, pero en este caso a plazos para que no parezca tan dramático.
Los extremistas de ambas orillas campan a sus anchas y las voces más moderadas y sensatas, las que se oyeron en esa sesión del Parlament, como la del diputado de Catalunya Sí que es pot, Joan Coscubiela, o fuera de allí el propio lehendakari, Iñigo Urkullu, y más lejos una voz lúcida de la izquierda como José Antonio Pérez Tapias, apenas se escuchan entre tanto ruido. Es tiempo de radicalismos.
Para los unos, la sensatez se considera venderse a los unionistas, en el mejor de los casos, o traición impresentable en el peor de ellos. Para los otros, el Gobierno del PP, quienes están en ese lado de la sensatez se convierten en “tontos útiles” manipulados por los radicales independentistas. No se admite la equidistancia, o estás conmigo o contra mí. Malos tiempos para la lírica.
Pero a partir de este instante cabe preguntarse ¿qué consecuencias puede tener ese choque de trenes Estado-Catalunya que se avecina? ¿Qué va a pasar a partir del 2 de octubre?
Probablemente, los más insensatos de entre los independentistas, especialmente los antisistema de la CUP (seguro que las gentes cuerdas de la antigua Convergencia, la mayoría, estarán escandalizadas por la dependencia de sus dirigentes de estos irresponsables), buscaban un escenario como el actual. También los del lado del gobierno de Rajoy apuestan por él, conscientes de que Catalunya la han dado por perdida electoralmente hablando y consideran que esta bronca les beneficia en el resto del Estado, que es donde tienen su granero. Ignoran que por ese camino el 48% de independentistas actual se puede incrementar sustancialmente y al mismo tiempo el incendio podría extenderse a Euskadi.
Vamos, pues, a una consulta esperpéntica en la que las urnas están escondidas, se anima a la gente para hacer las papeletas en su casa, no se saben muy bien cuestiones como censo, mesas electorales etc... a 20 días del día D. Se ignora dónde y cómo se va a votar, lo que hace prever una participación muy inferior al 50%. Desde luego, ni hablar de seguimiento internacional y verificación de resultados con un mínimo de aval. Como advertía el lehendakari “ese referéndum no tiene las garantías debidas”.
Además, para mayor gravedad, existe una gran manipulación de los datos. Que la inmensa mayoría de los ayuntamientos estén dispuestos a ceder sus locales municipales no puede, ni debe ocultar, que los que no lo están representan en población a la mayoría de catalanes. Y no puede ser que los intolerantes intenten alterar esas decisiones legítimas con presiones inadmisibles, como las que se está ejerciendo sobre los alcaldes socialistas contrarios a ceder sus locales. Por estos lares sabemos mucho de eso y de cómo acabó. Así, ¿quién va a homologar ese resultado? ¿los organismos internacionales? ¿la UE, la ONU? Por supuesto que no. Para este viaje no se necesitaban alforjas.
Era lo que buscaban, especialmente los más radicales, que votaran prácticamente solo los partidarios de la independencia para tener un resultado abultado a su favor. Pero eso es hacerse trampas al solitario. Lo que se vaya a realizar el 1 de octubre no tendrá ninguna validez, ni allí, ni aquí, ni desde luego en la UE y el resto de organismos internacionales. No tendrá soporte legal, pero tampoco legitimidad política y social, ni reconocimiento internacional. Un tema tan trascendental como la independencia no se puede realizar dejando detrás a la mitad de la población.
Pero si todo esto es cierto, probablemente ese choque de trenes, que dejará víctimas políticas, puede tener consecuencias positivas. Es probable que Catalunya siga formando parte de España después del 1-O, pero deberá ser de manera diferente a la actual. Como se dice, algo sustancial debe cambiar para que nada cambie.
Habrá que negociar un nuevo marco de convivencia entre ambas naciones, en una España convertida por fin en nación de naciones. Un nuevo pacto fiscal que satisfaga las legítimas demandas que vienen de allí. Y probablemente se deberá abrir un nuevo proceso constituyente que lleve nuestro país a ser un Estado Federal Plurinacional y permitir en ese marco ejercitar el derecho a decidir.
En ese momento se deberá pactar algún tipo de consulta que satisfaga las ansias mayoritarias de la población catalana de tomar sus propias decisiones. Y si se hacen las cosas bien, esa consulta se saldará, decidiendo democrática y libremente, por la continuación de una nueva Catalunya en una nueva España, en la que la mayor parte de los independistas actuales se encuentren cómodos.
¿Se puede no ser ni unionista ni independentista? Desde la izquierda se puede y se debe. Por eso debemos trabajar desde ya para que el próximo referéndum en Catalunya sea legal, legítimo, libre, con urnas, papeletas, censos de acuerdo con las normas establecidas por y para todos, sabiendo con claridad las consecuencias del voto. Así la sinrazón dejará paso a la sensatez.