lO cierto es que el efecto Bilbao es en gran parte un mito. El museo de Frank Gehry por sí solo no transformó esa ciudad. Esto necesitó de décadas de renovación cívica. Los edificios llamativos, incluso brillantes, raramente rejuvenecen los vecindarios o garantizan multitudes y dinero en efectivo solo por su diseño (...) Lamentablemente, los museos, como las ciudades, han desperdiciado fortunas rezando a este falso ídolo. Todavía lo hacen.” (Michael Kimmelman, crítico de arquitectura de The New York Times, 2012).

Aunque la idea del efecto Bilbao sigue muy viva en 2017, los ejemplos que ilustran el escepticismo de Kimmelman respecto al valor de los edificios icónicos son numerosos. El nuevo Museo de Arte de Ordos en Mongolia, bellamente diseñado por MAD, prestigiosa firma de arquitectos de Pekín, sugiere (no sorprendentemente) que la construcción de un museo fabuloso no es suficiente para asegurar el éxito de público. La ciudad de Ordos ha surgido rápidamente y es relativamente rica gracias a los descubrimientos de yacimientos de petróleo y gas, pero el museo no tiene colecciones y cuenta con pocos planes para exposiciones. Alejado de las principales rutas de viajeros y turistas, no es de extrañar que carezca de visitantes.

El Guggenheim Abu Dhabi, inaugurado este pasado marzo, es el doble del museo de Bilbao en superficie y doce veces el tamaño del Guggenheim de Frank Lloyd Wright en Nueva York. Carol Vogel, en The New York Times, se refiere a este diseño de Gehry como “una cascada gratificante de bloques de construcción de yeso gigante y conos azules translúcidos”. El resultado de la competición internacional Guggenheim Helsinki se conoció en junio de 2015. El proyecto ganador fue un elegante diseño de la firma Moreau Kusunoki Architectes, con sede en París. Sin embargo, en noviembre de 2016 la ciudad de Helsinki decidía paralizar el proyecto, en parte por su abultado coste.

Ya durante su diseño, estos dos proyectos atrajeron críticas significativas: (1) la arquitectura icónica ha dejado de ser el discurso visual hegemónico en la revitalización urbana; (2) el modelo de franquicia impuesto por el Guggenheim significa que los líderes locales no tienen autonomía para tomar decisiones importantes en materia de calendarios de exposiciones, presupuestos e inversiones; (3) las identidades culturales locales son generalmente descuidadas bajo un modelo de arte global gestionado desde fuera. Además, los impactos ambientales de los proyectos pueden ser significativos, como ocurre en Abu Dhabi y en Hong Kong con el West Kowloon Cultural District (WKCD). El proyecto de Abu Dhabi también ha sido objeto de controversia en torno a los derechos de los trabajadores y las condiciones laborales.

A pesar de las crecientes críticas, si el Guggenheim en los Emiratos Árabes Unidos llega a tener tan solo la mitad del impacto global que tuvo el Guggenheim Bilbao, el término efecto Bilbao continuará teniendo peso en ambos lados del debate. El efecto Bilbao se enfrentó a numerosas críticas y escepticismo entre numerosos arquitectos y conocedores del mundo del arte. El crítico del Chicago Tribune Blair Kamin señaló que el surgimiento de starchitects (arquitectos estrella) plantea preguntas importantes sobre el impacto de la globalización en un arte que en última instancia es local: ¿Deberían diseñar 15 o 20 starchitects todos los grandes edificios del mundo? ¿Qué implicaría que cada ciudad tuviera su Gehry, su Koolhaas, su Calatrava? ¿Están los promotores de estos edificios simplemente buscando productos conocidos en lugar de aceptar riesgos artísticos genuinos? ¿Pueden las estrellas de la arquitectura adaptar su estilo a una vasta gama de funciones y lugares?

Kamin identifica el comienzo de la tendencia hacia la iconicidad urbana en las torres gemelas del Pennzoil Place de Houston (Texas) de 1976, en cuyo diseño colaboró Philip Johnson, y apodado por los residentes “el cartón de leche” (The Milk Carton). Luego, la moda se extendió en la década de los 80 a otras ciudades, como Chicago, donde los arquitectos fueron contratados para diseñar llamativas creaciones que supuestamente mejorarían la comercialización de los edificios. Del estilo de los starchitects se pueden obtener consecuencias positivas, pero solo si están dispuestos a analizar en profundidad una ciudad y a adaptar su trabajo a la cultura de la ciudad y a su economía, como ocurrió en Bilbao con Frank Gehry.

El crítico Witold Rybczynski afirma que tal vez el efecto Bilbao debería llamarse la anomalía Bilbao, ya que la química entre el diseño icónico de un edificio, su imagen, los clientes y el público resulta bastante poco frecuente y algo misteriosa. Por ejemplo, el diseño de Herzog & de Meuron para el Estadio Olímpico de Pekín es ingenioso, pero en lugar de la ingeniería compleja fue la imagen ampliamente percibida de un “nido de pájaro”, un apodo que no acuñaron los arquitectos, lo que otorgó al edifico un estatus icónico internacional. Es posible que el impacto inicial de los edificios icónicos desaparezca con el tiempo y dentro de 100 años la mayoría de esas construcciones resulten chocantes por razones que no merecerán ninguna celebración.

Algunos iconos arquitectónicos, como el Stata Center de Gehry en el MIT, funcionan bien sin ningún efecto Bilbao. La mayoría de los científicos del MIT que trabajan en el edificio elogian su sensación juguetona e inventiva, según he podido escuchar directamente de algunos de ellos. Por otro lado, las aristas dentadas de Daniel Libeskind, sus ángulos afilados y geometrías complejas (Museo de Arte de Denver, Real Museo de Ontario en Toronto, Museo Judío Danés de Copenhague) no han recibido la aclamación universal de su más convencional Museo Judío de Berlín, un ejemplo de que el éxito, el impacto y la atracción del visitante no dependen necesariamente del diseño espectacular de un edificio. Muchas obras de Shigeru Ban o Tadao Ando son excelentes ejemplos de arquitectura sobria, muy admirada y exitosa, en las antípodas de los edificios icónicos diseñados para impresionar.

Hay que esperar para conocer el impacto del Guggenheim Abu Dhabi de Gehry y del masivo Distrito Cultural de West Kowloon (WKCD) en Hong Kong, que figuran entre los megaproyectos culturales más destacados de los últimos años. El WKCD es un proyecto de tal envergadura y ambición que podría “definir la naturaleza de lo público en el siglo XXI”, según una declaración -bastante hiperbólica- de Rem Koolhaas. El WKCD ha sido objeto de críticas significativas desde su diseño y planificación hasta la fase de construcción. Aunque un Guggenheim o un Gehry no son parte del proyecto, el WKCD reproduce todas las controversias asociadas con los megaproyectos icónicos: los excesos de costes, los impactos ambientales negativos, los riesgos de gentrificación, los inconvenientes de la ingeniería cultural elitista, el descuido de las identidades culturales locales y la incertidumbre respecto a su éxito económico. Ninguna de estas externalidades es un buen augurio para las ciudades que todavía desean iconos instantáneos como salvación en épocas de malestar económico.

Muchas ciudades no han podido replicar el éxito de Bilbao poniendo en práctica lo que ha sido la política urbana de moda, convenientemente expuesta en los medios de comunicación de medio mundo. Las razones de este fracaso deberían ser obvias. Cada ciudad tiene una historia propia, una región dentro de la cual se desarrolla, y una composición política específica que influye en los procesos locales de toma de decisiones. Cada ciudad muestra, aún con denominadores comunes a todas ellas, rasgos particulares que contribuyen a explicar su ascenso y su declive, y cada una necesita estrategias localizadas para su revitalización. La aplicación de los elementos estándar en la receta de revitalización a ciudades de todo el mundo puede ser inevitable debido a la rápida y acrítica adopción de los discursos políticos desde el centro a la periferia. Sin embargo, tratar de repetir el éxito de una ciudad en cualquier otra simplemente adoptando la misma estrategia de construcción de un megaproyecto icónico es -ha sido a menudo- una fórmula para la decepción.