Mis padres eran pobres, como lo fueron mis abuelos y los padres de estos. La pobreza es una enfermedad que se va contagiando de generación en generación hasta convertirse en epidemia”. Ubiquemos la reflexión. Oeste de Texas, tierra árida y olvidada, llanuras decadentes sin comercio, sin industria donde el ganado muere por no tener qué comer. Territorio de blancos que se sienten despreciados y desatendidos por el poder. Hombres de revólver en la cintura que ocupan las tierras que no hace mucho eran praderas comanches y que hoy son desierto y frontera. Un límite tras el que se encuentran los otros, los diferentes, los que quieren quitarnos lo poco que tenemos.

Es el escenario en el que se dibuja la trama de una película a la que han llamado Comanchería. 100 minutos de cine convertidos en la respuesta a un porqué que nos intriga desde hace semanas ¿Qué ha pasado, qué ha ocurrido para que un individuo déspota, manipulador, machista y abonado a los exabruptos haya sido elegido gobernador de un país como Estados Unidos? La respuesta se torna pregunta: ¿Y qué tenemos que perder?

¿Qué les queda por perder a aquellos que llevan generaciones instalados en la desesperanza, en la idea de que poco pueden hacer por cambiar? Nada. No pueden caer más abajo y ante esta certeza lo mismo roban un banco para intentar dejar atrás la fatalidad y la pobreza, que votan a un bravucón que ha prometido sacarnos de la miseria.

Admito que la equiparación es arriesgada, que una cosa es lo legal y lo democrático y otra lo ilícito. Pero antes de que desenfunden y disparen -recuerden- estamos hablando de intentar entender no de justificar. De ir más allá del qué y probar a conocer el porqué. De cómo lo ocurrido allí sucede también aquí, en los territorios comanches de esta Europa. Lugares donde se ha instalado la desesperanza, donde sienten que nada tienen que perder.