Acudí con un diagnóstico que luego resultó fatalmente equivocado, en un estado de máxima urgencia pues el dolor se hacía inaguantable. Entré en Urgencias de Cruces y, a pesar de mis premuras para que me trataran de inmediato, hubo un médico que no se dejó llevar por las prisas ni por la opinión de otros médicos. Aplicó el protocolo y resultó que el diagnóstico parecía un juego de niños al lado de lo que él descubrió: una dolencia que requiere aplicar una difícil cirugía, cuyos resultados no apoyan los esfuerzos, pues 9 de cada 10 operados sucumben en el intento.

Tras ser confirmado el nuevo diagnóstico con otros colegas, en breves momentos me vi envuelto en una vorágine de enfermeras y médicos que me llevaron en volandas hasta los quirófanos. Todos me decían que estuviera tranquilo. Hubo una enfermera que me agarró una mano fuertemente y no me la soltó hasta que me durmieron. Pero la atención hacia mi persona no quedó ahí. Los responsables del posoperatorio y de mi convalecencia están al mismo nivel.

Durante mis largas horas de convalecencia, he ido repasando minuto a minuto todo lo acontecido, dándome cuenta de la fina línea que separa la vida de la muerte y valorando en su justa medida el tesoro que tenemos en nuestras manos, cual es nuestra salud pública. Creo que no somos conscientes de lo que tenemos, un servicio que vela por nuestra salud y es capaz de dar vuelta a un fatal destino. Por ello, debemos apoyar a este sector en todo momento. Exigir a los políticos que blinden lo conseguido y estén dispuestos a reorientar sus presupuestos para dotar de medios a nuevas iniciativas que los profesionales, y solo ellos, propongan. Debemos ser intransigentes en esto y actuar al unísono, pues cuando nos falla la salud no hay partidismo que lo solucione.