Cada cierto tiempo aparece una expresión de moda. ¿Quién no ha escuchado o empleado estas dos palabras: gente tóxica?. Se está usando y abusando de ella hasta la saciedad; incluso se emplea muy a la ligera como insulto. Jamás he escuchado a nadie autodefinirse como tóxico. Sonaría fuerte, ¿verdad?. Siempre es el otro el que genera nuestro malestar. Con esta fórmula lingüística, por un lado descalificamos a una persona de manera integral; al vez que nos sentimos libres de toxinas propias. Pero tal vez, la que detectamos en los demás sea solo un reflejo de todo aquello que no nos gusta de nosotros. Siempre resulta más sencillo no enfrentarnos a lo que nos disgusta, por lo que preferimos sacarlo fuera, identificarlo en los demás. Es muy recomendable que antes de valorar como tóxica a una persona revisemos nuestro sistema de creencias, nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y nuestras conductas. No olvidemos que vivimos en una sociedad en la que nadie está libre de “contaminación”. De tal manera que podemos desarrollar, aunque sea de forma puntual, maneras de proceder nefastas que no deseamos reconocer en nosotros mismos; pero sí en el prójimo, que nos sirve como espejo. Y es curioso, ya que nuestro “yo” tóxico interior nos hace mucho más daño que cualquier otro externo. El camino fácil es señalar al otro, ver lo que está haciendo mal, valorar cómo nos afecta y observar lo que tendría que cambiar. Los demás son los responsables de generar en nosotros emociones hostiles. No estaría de más que antes de calificar a una persona como tóxica limpiásemos nuestra propia toxicidad, despojándonos de la basura mental que hemos ido acumulando. Pero en este acto de limpieza seamos cuidadosos a la hora de desprendernos de nuestros “deshechos”. No lo hagamos enviándolos al prójimo para luego calificarlo de tóxico.