Friedrich Schiller escribe Don Carlos, infante de España (1787) como una llamada a la liberación del hombre en una época de profundos cambios en el desarrollo histórico y social de Europa. Cuando opone el idealismo del marqués de Posa al absolutismo político de Felipe II no trata de recrear una realidad histórica, sino de enmarcar en la leyenda negra del imperio español una tragedia sobre la libertad que se alimenta a partes iguales de las intrigas familiares y políticas de la corte. Por eso concede al infante Carlos unos atributos muy distintos a los que reconoce la historia, dotándole de una personalidad plenamente romántica en la que se condensan el fuego, el entusiasmo y las pasiones propias de su juventud.

Ocho décadas más tarde, por encargo de la Ópera de París, Verdi recupera el drama de Schiller y refuerza la figura del infante no quizás con la mejor música (reservada para Isabel, Felipe y Posa) pero sí con un papel central como inspirador de los diferentes conflictos, de forma que un tenor insuficiente puede dejar coja cualquier función de esta ópera. Y no se puede decir que Giuseppe Gipali sea mal cantante, todo lo contrario, pero desde el primer momento fue patente que su voz (reducida, velada, sin mordiente) es por completo inadecuada para una sala tan grande como la del Euskalduna, y eso es algo que tuvo sus consecuencias, entre otras en la dirección musical de Massimo Zanetti, que tuvo que andar excesivamente pendiente del volumen orquestal: un simple mezzoforte y la voz de Gipali desaparecía. Orlin Anastassov tampoco fue un Felipe II de altura debido a su relativa falta de autoridad vocal, a su canto monocorde y a la escasa profundidad que otorgó a un rol que vive un conflicto continuo entre sus obligaciones como monarca y sus preocupaciones como ser humano.

En el otro extremo de la balanza, María José Siri (una de las sorpresas de la noche), Daniela Barcellona y Juan Jesús Rodríguez sí dominaron los resortes vocales, expresivos y dramáticos de sus personajes, dando relieve a sus arias y gran veracidad a sus motivaciones dentro de la tragedia. También el coro dejó buenas sensaciones, lo mismo que el Inquisidor de Mika Kares, y eso que la producción lo presenta flagelado y vestido por su peor enemigo. Pero el montaje de Giancarlo del Monaco no destaca tanto por sus detalles personalistas sino por su oscuridad, por su estructura clásica y por una vocación histórico-artística que se simboliza en sendas reproducciones de Carlos V y el furor de los Leoni y del Cristo crucificado de Benvenuto Cellini. Lo vimos hace cinco temporadas en la versión italiana de la ópera y lo hemos vuelto a ver esta vez en la original francesa, que compensa su mayor duración con momentos (como la escena posterior a la muerte de Posa) en los que Verdi se muestra en toda su formidable estatura como compositor.