Desde hace bastante tiempo, muchos hombres sueñan en China con que sus hijos lleguen a ser los mejores, los más grandes, los auténticos números uno. Es la generación que vivió la Revolución Cultural: quieren para sus pequeños aquello que a ellos les estuvo vedado. Y muy de vez en cuando a alguno le toca la lotería.

Lang Lang (nacido en 1982) vive su infancia y su adolescencia frente a un piano. Su padre no se anda con bromas y entra en cólera si su hijo pierde una sola hora de estudio. La disciplina ha de ser implacable.

Un día entra en el Conservatorio de Pekín y en pocos años, cuando tiene catorce, consigue una beca para estudiar en el Curtis Institute de Filadelfia. Tiene ganas de comerse el mundo, de deslumbrar en los concursos internacionales, pero su profesor allí, Gary Graffman, le pide prudencia, no hay que precipitarse y echar a correr sin rumbo, pues ésta es una carrera de largo fondo y su momento va a llegar antes o después. La oportunidad aparece al sustituir a última hora a André Watts en un concierto con la Sinfónica de Chicago dirigida por Christoph Eschenbach. El éxito resuena en todo el mundo y el pianista, de 17 años, comienza entonces su rápido ascenso al estrellato.

Nada tiene que ver la carrera de Lang Lang con la de pianistas de generaciones anteriores. Lleva la vida de una estrella del rock, es un meteoro, un rayo de luz, un ídolo de masas.

Levanta infinitas pasiones y arrasa allá por donde pasa, ya sea en Pekín, en Nueva York o en Bilbao. Ha vendido todas las entradas para el concierto que dará (en solitario, de la mano de la BOS) el martes en el Euskalduna, con obras de Mozart y Chopin, y eso está al alcance de muy pocos.

Hay mucho, muchísimo marketing detrás, por supuesto, pero también talento.

Sin ser el número uno, representa estupendamente a una generación que ha alcanzado su mayoría de edad en los albores de este nuevo siglo: popular, carismático, moderno y brillante.

Pero todo tiene sus riesgos, y sabemos que el virtuosismo de Lang Lang puede acabar arrebatando el protagonismo a la sabiduría, la mesura y la constancia que aún echan raíces en el arte de esos poetas del piano que, poco a poco, van extinguiéndose en este mundo cada vez más rendido al espectáculo y a la imagen.

Por eso ahora los niños en China no se conforman con ser los mejores: quieren ser como Lang Lang.