SUELE ser frecuente leer datos sobre los que emitimos juicios u opiniones sin profundizar en las razones que los soportan. Bastaría una reflexión más sosegada para hacer otra lectura de su significado social, e incluso, para darnos cuenta de lo que esos datos contienen de cada una de nosotras y nosotros, de nuestras circunstancias personales y colectivas e incluso de nuestras relaciones y sentimientos.
Los datos del último Ikuspegi (Observatorio para la inmigración) son prueba de ello. Nos hablan del aumento del recelo hacia la inmigración por parte de la sociedad vasca y la percepción de que son más de los que son. Aunque también nos dicen que la mayoría de los encuestados no siente la inmigración como un problema personal de importancia (4,6%), muy por detrás del paro, las pensiones o los desahucios. También hay datos destacables que nos hablan de su papel, lo que representan o debieran representar, la presunción del porqué de su presencia, sus consecuencias y, sobre todo, su influencia en nuestras vidas, en los pueblos y su futuro.
Los vascos y vascas formamos un país pequeño de 3 millones de habitantes que posee una riqueza humana de otros 10 millones repartidos por el mundo. Somos, por lo tanto y sin ninguna duda, un pueblo de emigrantes. Un pueblo que conserva y vive nuestra identidad allí donde habitamos, orgullosos de hacerlo y reivindicando nuestra diferencia. Un pueblo que se siente referente del esfuerzo, el emprendimiento, el trabajo bien hecho e incluso la solidaridad. Y esta percepción sobre nuestra propia experiencia me ha llevado a una reflexión que quisiera, por si sirve, compartir.
En un repaso a la Historia, es importante saber que, aunque la principal razón que hacía emigrantes o clérigos a los vascos y vascas era "el mayorazgo", nuestras actitudes no difieren demasiado del resto de los pueblos y personas migrantes de la historia. La primera emigración vasca reconocida empezó a partir del siglo VIII ocupando cercanas tierras reconquistadas al islam en Castilla o Aragón, para expandirse por España, conquistar América o asentarse en Asia y Australia. Y lo hicieron como aventura y guerreando, por tierra y mucho mar, para evangelizar o conquistar con letra y sangre; pastores, profesionales, truhanes y buscavidas, trabajadoras y trabajadores o exiladas y exilados políticos; a demanda de los tiempos, las circunstancias y las necesidades de nuestra tierra y las de acogida, pero siempre primando la propia necesidad, deseo o interés.
Han sido, por lo tanto, al igual que hoy, los diferentes vaivenes económicos y políticos a nivel mundial los que han propiciado las corrientes migratorias desde zonas deprimidas a zonas en desarrollo o desde zonas desarrolladas a zonas de expansión, siempre en función del momento histórico, buscando nuevas y mejores oportunidades. Y los vascos y vascas hemos sido protagonistas en mayor o menor medida de casi todas ellas.
Hoy, como desde siempre, nos sigue tocando acoger y también emigrar. Si bien es cierto que quienes llegan y quienes se van, a nuestros ojos naturalmente, no son iguales, a todos les unen los mismos deseos de una vida mejor y la esperanza de tener una buena acogida. Porque, a pesar de las distancias culturales o sociales, nada es demasiado diferente en las situaciones personales. A quien le ha tocado despedir, lo sabe. Y si ni la marcha voluntaria y meditada, ni la seguridad de una situación tranquila, ni tan siquiera la felicidad comprobada evitan el sentimiento de inseguridad, lejanía y desarraigo ¿Cómo evitarlo en situaciones mucho más adversas en las que incluso se arriesga la propia vida?
Todos los días hay noticias que nos llevan a conclusiones cada vez más alejadas de una actitud, en otros tiempos menos intransigente con el fenómeno de la inmigración. Y aún siendo consciente de que son tiempos duros para una sociedad que los ha vivido mejores e incluso entendiendo los posibles recelos e incertidumbres, creo que no alejar demasiado nuestro destino de su suerte es también una forma de "mirar para casa". En la sociedad actual, la actitud de desconfianza e incomunicación entre los y las que se mueven y quienes les reciben, hace que sea del todo necesario habilitar espacios de reflexión desapasionados, al principio probablemente pequeños, pero del todo imprescindibles.
Es importante mirar con los mismos ojos a todas y todos los que transitan. A quienes aquí y allí están más solas y solos. A esas personas que faltándoles sus abrazos, van o llegan buscando la aventura, el trabajo duro, la felicidad y una nueva vida. Personas entre las que ¡cómo no! persiste el inevitable porcentaje de truhanes y buscavidas.
Nunca está de más sentir su desarraigo e intentar entenderlo. Deberíamos escuchar antes de denunciar, no condenar antes de juzgar y usar la objetividad, sin presunciones ni miedos. Y también reclamar reciprocidad, que no es lo mismo que imposición; respetar y compartir, es un negociado de convivencia que necesita del esfuerzo y el compromiso de toda la sociedad. Para nosotros no debiera de ser difícil; somos un pueblo que transita. 13 millones de ciudadanas y ciudadanos del mundo somos testimonio.