CUANDO llegué en barco a La Guaira, Venezuela, en 1957, mis ojos se enfrentaron deslumbrados a la belleza de la inmensa montaña verde que parecía desgarrar el telón azul del cielo, la tierra rojiza? y el jolgorio que pude apreciar entre la gente venezolana, hospitalaria y receptiva, en particular con los vascos que les habían llegado en tres barcos desde la Europa en guerra y que, al son del txistu de Julián Atxurra, descendieron tímidamente por la escalerilla, pisando aquella la tierra que les ofrecía cobijo y futuro. Años después, en Sabana Grande, una calle comercial de la Caracas que crecía hacia el este, en el colegio de monjas donde estudié el bachillerato, al llegar la hora del Ángelus, se detenían las clases y las monjas abrían las ventanas porque Atxurra, desde el balcón de su casa, tocaba el txistu y a ellas, ninguna vasca, les emocionaba aquel momento de espiritualidad y fuerza que el vasco arrecho les regalaba.
En Venezuela, el aroma fue frutal. Los camiones del interior de la república llegaban a Caracas cargados de frutos prodigiosos: sabrosos cambures, suaves lechosas, perfumadas guayabas, delicioso mamones, delicados aguacates, ácidos limones pequeños, tomates de clases diversas... Eran un festín a la vista, al olfato y al paladar. Pronto la mesa se llenó de esos frutos que tenían, a más, el beneficio de ser económicos, porque una de las penalidades del exilio es la escasez de dinero, al menos en sus comienzos, por la precariedad de los puestos de trabajo y el ser el último en la lista de los elegidos, por la condición de extranjero.
Nos enfrentamos al elemental, nutritivo y sagrado maíz. Del artaburu de los caseríos vascos, bien americano exportado a Euskadi en siglos pasados, del cual se hizo el rico talo, en Venezuela derivaron desde antiguo a la arepa, tal como se llama la torta redonda, la forma del sol, y cuyo interior se rellenaba de queso blanco llanero, carne mechada y diversos ingredientes. Proliferaban las areperas en cada rincón de la ciudad y la arepa, palabra cumanagota, servía de desayuno, comida y cena. Era el pan de los pobres y el condimento de la vida. Para Navidad, las hallacas compuestas de maíz en cuyo interior se metía carne y especias, envueltas en hojas de plátano, eran el menú nacional. Bajo el reloj de la Universidad Central, un hombre que siempre exhibía su sonrisa a los exhaustos estudiantes nocturnos, nos ofrecía en su endeble carrito salchichas, chicha, coquitos dulces y trozos de bienmesabe, para levantarnos el ánimo. A veces, hasta nos cantaba el Alma Llanera.
Pero en la casa de los vascos privaba la nostalgia de las comidas de las navidades pretéritas. Como el clima era caluroso en la ciudad de la eterna primavera y el acceso al puerto y a los barcos más difícil que en Montevideo, mi madre desechó con pena su bacalao al pilpil, pero no renunció al pescado. Había un vasco que tenía abierta una pescadería, cosa extraña en un país donde apenas se comía pescado, aparte del famoso sancocho de carite margariteño, y en el que los vascos al iniciar su exilio montaron unas pesquerías que no progresaron. El navarro Elorza, en sus tiempos libres actuaba en el Centro de pelotari, tenía una clientela de vascos y, tras una ardua conversa con mi madre, se fueron desechando el corocoro, el carite, el mero y aún la merluza.
Pues ama encontró el filón para regalarnos la Navidad vasca. Apareció radiante con una langosta, viva para mi terror. Anunció que era plato exquisito en la Euskadi de su tiempo, pero barato porque no se comía en Venezuela. La larga fila de langostas desfilaban por las inmensidades marinas del Caribe en abundancia, despreocupadas de los depredadores humanos. Elorza las conseguía a un precio accesible para su clientela. Así probamos aquella Navidad un plato exótico y suculento que de alguna manera era el hilo conductor a la patria vasca. Añadió, además de sala mayonesa casera, unas angulas que, de forma temeraria, otro vasco importaba de Aguinaga. Y pimientos con ajos que ese vasco espabilado también procuraba. Todavía no había llegado, que recuerde, la apertura del restaurante Urrutia de comida vasca, que tanto éxito tuvo y acercó a los venezolanos a la gastronomía vasca.
El olor de la Navidad del exilio de mis padres comenzaba en la mañana, con mi madre en la cocina, mientras uno salía a la calle de la ciudad clamorosa. Había festín en la Universidad o en los trabajos, e íbamos probando un poco de todo: tartas de pasas y ron de los trinitarios, ponche de Curazao, el revolucionario cuba libre, champán y vino Burdeos de Francia, vodka de Rusia, el blanco vino espumoso del Rin? trozos de pollo y pavo asado, de pizza y de empanada gallega... Cada colectividad afincada en Venezuela dejaba degustar sus productos. Recuerdo la pastelería Carmen, de una vasca, que vendía pastelitos pequeños y una tienda de exquisiteces que vendían bombones de chocolate de Luxemburgo, los mejores del mundo. Y, al compás del arpa llanera y el cuatro criollo, con un cancionero de villancicos, quizá los más bellos que haya escuchado y que derivaban de la escuela de música colonial, terminaba el día venezolano para entrar en el hogar de mis padres a saborear la cocina del exilio vasco, sabrosa, contundente. Diferente. Y la voz de mi padre cantando, para que no olvidáramos de la espera que nos estaba esperando: Ator, ator mutil etxera?