A pesar de que el verano suele ser época de transición a la espera del comienzo del curso y con él de la necesidad de retomar los temas pendientes que, por una u otra manera, han ido quedándose encima de la mesa, pocas veces como en este momento nos hemos encontramos con el temor reverencial al fin del verano. Instalados como estamos en un proceso ininterrumpido de desmantelamiento del Estado de bienestar, hemos pasado de los primeros sobresaltos producidos por el impacto de las sucesivas reformas a una especie de estado de resignación derivada de la aceptación más o menos resignada de la situación en curso.

Uno de los efectos más notorios de la crisis es que está minando gran parte de nuestras convicciones, hasta el punto de dejarnos inermes frente a las agresiones que vienen de los mercados. Del rechazo estamos pasando a la resignación. Uno de los éxitos más notables de esta estrategia de acoso y derribo a los fundamentos del Estado de bienestar es que ha sido capaz de socavar las bases culturales y políticas en las que se ha sustentado a todas luces el modelo político más exitoso de todos los tiempos; el único que ha sido capaz de garantizar un desarrollo económico y social ininterrumpido desde finales de la II Guerra Mundial.

Mirando hacia atrás, varios han sido los mecanismos utilizados en este proceso de erosión continuo. En primer lugar, se ha producido desde sus inicios una subjetivización deliberada del proceso. Se ha dicho: "La culpa del fracaso del Estado de bienestar ha consistido en que hemos vivido por encima de la nuestras posibilidades?", penalizando las conductas individuales y eximiendo al sistema de su responsabilidad. Y, en segundo lugar, desvalorizando la dimensión política en todas sus facetas, tanto desde el punto de vista de las estructuras vigentes como del comportamiento de los partidos y de los políticos profesionales. La estrategia ha tenido su éxito. Hoy todo lo que signifique Estado o tenga un carácter público es puesto bajo sospecha con diferentes calificativos: excesivo, redundante, despilfarrador o, simplemente, es considerado ineficiente. Hemos pasado de la necesidad de repensar el capitalismo que proclamaban los principales próceres mundiales en el inicio de la crisis, a cómo dar cobertura al desmantelamiento controlado del sistema político en su desarrollo.

En este contexto de incertidumbre y de inseguridad se está instalando progresivamente la cultura del miedo y de la resignación. La sensación creciente de que gran parte de lo construido al amparo del Estado de bienestar se nos desmorona es posiblemente el mecanismo más importante que alimenta este proceso de deconstrucción permanente. El problema no es solo que determinados servicios públicos se vean cuestionados, sino que su desmantelamiento significa al tiempo la renuncia a creencias que, hasta ayer mismo, eran una conquista irrenunciable. Hoy empezamos a poner en cuestión si la gratuidad, la universalidad o la prestación de servicios a los grupos más vulnerables deben seguir manteniéndose.

Se objetará que está muy bien lo anterior, pero que la realidad se impone y que hemos estado viviendo sobre una creencia que era ilusoria y que consistía básicamente en que el Estado podía proveer gratis et amore toda clase de servicios, más allá de las circunstancias concretas y, por supuesto, muy por encima de sus posibilidades. Siendo esta objeción admisible, el problema radica no tanto en la capacidad de reforma y de modificación del sistema, que es a todas luces necesaria, sino en que los recortes además de socavar las bases materiales sobre las que se sustenta el contrato social, introducen un factor de inestabilidad que disuelve los vínculos societales en un magma informe en el que impera la ley de la selva.

Cuando hablamos de la sociedad y abordamos los problemas que le afectan, normalmente lo hacemos desde una perspectiva relativamente estática, bien porque nos referimos a ella desde un punto de vista institucional, o bien porque la representamos a través de una sistema complejo de leyes y reglamentaciones. Nos cuesta mucho más verla desde un punto de vista dinámico, es decir, como un proceso en el que van generándose las condiciones reales de su supervivencia tanto desde el punto de vista material como cultural o simbólico. En este momento, todos los indicadores muestran que el foso de la desigualdad se va ampliando de forma escandalosa y, como afirma Richard Sennet, se está produciendo un déficit social en tres aspectos fundamentales: lealtad, confianza y conocimiento institucional. Y el individuo se resiente atrapado entre las exigencias de un sistema que le condena a la obsolescencia en todos los ámbitos (personal, profesional?) y la necesidad de desarrollar un proyecto vital con un cierto grado de estabilidad.

Aquí se sitúa el nudo gordiano del problema. Cada vez es más evidente la ruptura de los consensos básicos que constituyen los pilares básicos del Estado de bienestar y, sobre todo, de los ejes fundamentales en torno a los cuales organizamos la convivencia. Me refiero fundamentalmente a los problemas que tienen que ver con la articulación institucional del Estado, con las relaciones laborales y el bienestar social. La ruptura de estos consensos largamente establecidos, al margen de sus efectos económicos innegables, introduce un grado de incertidumbre y de indeterminación que socava profundamente los sistemas de creencias sobre los que se sustentan los consensos normativos sobre los cuales operan las sociedades desarrolladas.

No es extraño que el miedo, la inseguridad, en definitiva el temor a lo desconocido, constituyan la espoleta que aviva un proceso de creciente autoritarismo que recorre de arriba abajo todo el sistema y que, paradójicamente, alimenta la lógica represivo-militar impulsada precisamente por aquellos mismos poderes que han desencadenado todo este proceso. Ejemplos hay de sobra y van desde la criminalización de los movimientos sociales que cuestionan el sistema político institucional, pasando por la penalización creciente de infinidad de conductas asociales y terminando por un reforzamiento indiscriminado de todos los sistemas de control y de vigilancia. Y es que, como apunta Bauman, la desregulación de las fuerzas del mercado y la rendición del Estado ante la globalización negativa, es decir, ante la globalización del capital, crimen o terrorismo, no la de las instituciones políticas o jurídicas capaces de controlarlas, tiene un precio que debe pagarse a diario en forma de precariedad sin precedentes de los vínculos humanos. Esto provoca necesariamente la fugacidad de las lealtades básicas y la revocabilidad de los compromisos y solidaridades elementales.

En este momento se hace absolutamente necesario reivindicar la política con mayúsculas. No existe solución al margen de ella, los hechos están demostrando fehacientemente que solo quienes representan a esos poderes que se benefician de esta explosión controlada del Estado de bienestar están una y otra vez preconizando el descrédito de la política.

En el caso de Euskadi, es el tiempo de reivindicarla en su mejor versión, a pesar que desde que se produjo la tregua de ETA tengo la impresión de que todavía estamos prisioneros de una cortedad de miras producto de la inercia anterior. Es como si el conflicto vivido en nuestra tierra hubiera paralizado nuestra capacidad para concebir la política y con ella la posibilidad de abordar nuevos proyectos y nuevas formas de relacionarnos entre nosotros. Las inercias del pasado son muy poderosas, seguimos prisioneros de la lógica política del conmigo o contra mí limitando poderosamente la capacidad de pacto y de negociación.

La crisis, y con ella la incertidumbre generada en un momento de gran preocupación, exigen repuestas audaces, comprometidas, en una sociedad como la vasca en la que nuestra reciente historia ha demostrado que, a pesar de las dificultades, hemos sido capaces de inventar, de crear escenarios que con el tiempo se han visto que han sido exitosos. Durante mucho tiempo quisieron crearnos la imagen de que éramos tozudos y de que no teníamos capacidad de negociación y de pacto. Hoy vemos a otras autonomías y gobiernos tratando de imitarnos. Los desafíos que requieren estos tiempos sombríos van a exigir lo mejor de nosotros, más si cabe, en un horizonte de crisis en el que la complejidad, la interdependencia y la opacidad son características intrínsecas de la misma. Como afirma Alain Touraine en su obra La Mirada Social, "La modernidad supone el derecho del individuo (individual o colectivo añado) a conquistar y a defender sus derechos y sus opciones contra los poderes establecidos". La capacidad de profundizar, de analizar con rigor las opciones existentes y su posibilidad de materialización van a ser determinantes en la superación de esta crisis. Veremos qué es lo que nos depara el curso que empieza.