Durante nuestra infancia, ésta era la principal amenaza que se cernía sobre nuestra existencia. El coco y sus diferentes versiones o sucedáneos, como el hombre del saco, el sacamantecas… nos esperaban con envidiable tenacidad detrás de la puerta de aquella habitación donde no podíamos entrar, si no comíamos las verduras o por no ir a dormir a una hora determinada. Era imposible librarse del don de la ubicuidad de aquel siniestro personaje y uno no dejaba de preguntarse a qué venía ese ensañamiento y qué narices le habíamos hecho unos pobres críos para que nos sometiera a tan estrecho marcaje. Se recurría al coco, de una manera rudimentaria, para ir enseñándonos a comportarnos en las rutinas cotidianas y también para inculcar la obediencia a través del miedo a lo desconocido.
Pero la efectividad de la amenaza disminuía día a día con el ejercicio del método de "prueba y error", esa irrefrenable tendencia del ser humano a probar una alternativa y verificar si funciona, y en caso de que no funcione, probar otra cosa. A base de ir haciendo poco a poco todo lo que tenías prohibido y comprobar que no pasaba nada, te dabas cuenta de que el coco, el hombre del saco, o el mismísimo sacamantecas estaban muy, pero que muy sobrevalorados.
También hay quien pretende ejercer la política usando un paternalismo trasnochado, y ante la poca consistencia de sus argumentos, trata de sacar tajada mediante la gestión del miedo de aquellos que estamos dispuestos a dar pasos adelante, amenazándonos con su hombre del saco particular con el fin de convertirnos en corderitos obedientes.
El presidente del Partido Popular del País Vasco ha vuelto a agitar uno de los asustaniños favoritos del nacionalismo español: impedir el ingreso en la Unión Europea de aquellas Naciones que se independicen de sus actuales Estados. Y a la vista de la risa floja que se nos escapó a los independentistas al escucharle, el ministro de Asuntos Exteriores se vio obligado a respaldar la iniciativa blandiendo la sacrosanta unidad patria consagrada en la Constitución Española, coco que, como bien es sabido, a la mayoría de la sociedad vasca jamás nos ha quitado el sueño.
Durante años, el nacionalismo español, tanto en su ala derecha como en su presunta ala izquierda (recordemos a Peces Barba) nos había intentado atemorizar diciendo, sin ningún género de duda, que si Euskadi o cualquier otra Nación integrante del Estado español se independizaba, quedaría automáticamente fuera de la Unión Europea. Entonces, si tan claro lo tenían, ¿a santo de qué iban a tener que proponer los populares españoles que la UE adopte medidas para vetar el ingreso de una Nación que se desgaje e independice de un Estado miembro? Ya lo ven, ese coco tampoco existe, salvo en la calenturienta y traumatizada mente de quienes, caminando por rutas imperiales, han venido impidiendo la libertad de decidir.
Ninguno, ni uno solo de los tratados de la Unión Europea, ni el Tratado de Maastricht, ni el de Amsterdam, ni el de Niza, ni el de Lisboa, ni los anteriores de la Comunidad Económica Europea recogen la hipótesis de una división de un Estado miembro. Y únicamente el Tratado de Lisboa de 2009 establece la posibilidad de que un Estado miembro abandone voluntariamente la UE. En consecuencia, nada dicen de impedir que, por ejemplo, Euskadi, Catalunya o Galicia, si decidiesen separarse de España, continuaran formando parte de la UE o que la parte restante de España pudiera continuar formando parte de la Unión.
Porque el nacionalismo español, interesadamente, oculta dos circunstancias que son de suma importancia. La primera es que Euskadi, Catalunya o Galicia, o Escocia, o Flandes, ya forman parte de la Unión Europea. La segunda es que si entienden que esas naciones son nuevos Estados y deben pedir su ingreso en la UE, por la misma regla de tres, también son nuevos Estados las partes restantes de España, Reino Unido o Bélgica y deberían solicitar su ingreso. Esa hipótesis tan absurda y con la que han pretendido asustarnos ha sido desmentida por el Derecho Internacional, que hace prevalecer los derechos ya adquiridos de los ciudadanos y ciudadanas de los nuevos Estados y la aplicación del principio de continuidad en los Estados sucesorios. Duerman tranquilos, el hombre del saco europeo no existe.