LA polémica pública en torno a la declaración que el pasado domingo realizó la izquierda abertzale en el Kursaal donostiarra admitiendo haber causado con su actitud durante décadas "un daño añadido y una humillación a las víctimas" de ETA no está exenta del mismo tinte de intereses políticos particulares que han llevado a las declaraciones y al debate en torno al conflicto vasco y su envenenamiento por la violencia a situaciones enconadas que, en este momento, deberían haberse superado. Siendo comprensible que el pronunciamiento se considere escaso desde el ámbito de las víctimas, en el que se incluye a aquellos que han sufrido el acoso y la amenaza física de actitudes a las que la izquierda abertzale no se ha referido explícitamente; también es razonable aceptar que la declaración supone un paso adelante en la asunción por la izquierda radical de sus responsabilidades históricas aunque aún actuales. Y al mismo tiempo, sin embargo, dicho paso exige también la comprensión de otros, la no minusvaloración de aquellos que, como el dado en el Congreso de Diputados para impedir la ilegalización de las estructuras políticas por las que la izquierda abertzale puede expresarse, también suponen avances aunque igualmente puedan considerarse evidentemente escasos por la propia izquierda abertzale. Pasos a valorar quizás desde la extensión de la pedagogía empleada en el programa con el que los profesores Bilbao y Etxeberria han trasladado la experiencia de las víctimas "para avanzar sin prisas pero sin pausas" y desde la premisa común de la superación del duelo, de cada duelo, desde el lema de que las víctimas, independientemente de aquel tinte político, son "todas iguales, todas diferentes". Porque no es otra cosa el proceso de paz que un inmenso programa pedagógico en el que la sociedad -las sociedades vasca y española- deben apoyarse para superar definitivamente la incomprensión y un estadio de violencia en el que nunca debieron verse forzadas a estar inmersas, un lento aprendizaje con el que avanzar hacia la superación de la desconfianza mutua y de las trabas o frenos que oponen los extremos de cada una de las partes. Cada cual desde la gestión de sus propios tiempos y dificultades pero también desde la tolerancia a los tiempos y dificultades del otro. La consecución definitiva de la convivencia, una vez lograda al parecer la paz, la normalización en suma, exige apartar, o al menos minimizar, los intereses particulares y el cálculo político que siempre va implícito en la traslación al público en forma de debate de cada avance o cada impasse en el proceso. Porque, además, solo así se podrá ofrecer un marco adecuado a la búsqueda de una solución al conflicto convivencial que secularmente ha opuesto a Euskadi y a España.
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