EN la Iglesia católica actual parece opinión oficial que el mundo está descristianizado y que ese fenómeno origina el alejamiento de las personas, sobre todo de los fieles. El obispo de Bilbao reconocía hace días, según este mismo periódico, que han bajado los creyentes, pero seguidamente añadía que la fe no se mide en cifras (DEIA, 03.10.2011, pp. 1 y 12-13). Seguramente es cierta la descristianización y también es cierto que la fe no se mide en cifras. Pero uno se pregunta lo que no parecen preguntarse las instancias oficiales de la Iglesia: ¿Por qué la supuesta descristianización? ¿Por qué la disminución de los creyentes, aun cuando sea cierto que la fe no se mide en cifras? Parece elemental que las personas dirigentes -Papa y obispos- de una comunidad tan numerosa e importante como la Iglesia católica se pregunten por las causas de esa deserción y por la responsabilidad de tales efectos.
Sería una pretensión improcedente por mi parte dar respuesta a esa grave interrogación. Sin embargo, hay algunas señales que a uno le hacen pensar.
La visita del Papa Benito XVI a Alemania ha sido recibida con poca simpatía en amplios sectores católicos y protestantes. Y no, al parecer, por un anticlericalismo ingenuo, sino por razones de fondo teológico. Un teólogo protestante, Friedrich Schorlemmer, ha dicho que "este Papa siempre se ha movido hacia atrás, nunca hacia adelante" y ha pedido que el Papa se reúna con los sectores críticos, a lo que, al parecer, ha hecho oídos sordos (La Vanguardia, 23.09.2011, p. 4).
Ha habido una protesta civilizada dirigida por una teólogo conocida -Uta Ranke-Heinemann- que en un trabajo reciente da cuenta de su despedida del "cristianismo tradicional" (Nein und Amen, Mein Abschied vom Traditionellen Christentum). Ranke-Heinemann perdió su cátedra de la Universidad de Essen en 1987 porque dudaba del nacimiento virginal de María y el mismo año recibió una cátedra independiente de historia de las religiones en la misma universidad. El libro Nein und Amen (No y Amén) da un repaso a una serie de hechos milagrosos que ella pone en duda. Dejando a un lado con enorme respeto su "séptuple declaración de fe negativa" (pp. 417-418), en la que rechaza cuestiones cristianas de principio, de fe, hay que reconocer lo razonable de algunos aspectos de su crítica. Me voy a limitar a mencionar unos puntos que me parecen de importancia para el tema.
Dice Ranke-Heinemann: "El ser humano es convocado por la Iglesia a creer, no a pensar"? "La Iglesia no está interesada en el razonamiento y en la ilustración del ser humano. Todo tipo de ilustración le parece más bien sospechoso y frecuentemente digno de condena. La Iglesia solo habla de la lesión del sentimiento religioso? Lamentablemente, le inquieta demasiado poco la lesión del razonamiento religioso".
De acuerdo con el teólogo protestante Rudolf Bultmann, entiende Ranke-Heinemann que lo que Jesús enseñó fueron ante todo dos cosas: "la negativa a devolver mal por mal y el mandamiento del amor a los enemigos". "Para los cristianos Jesús solo es importante por su muerte. Su vida pierde importancia para ellos. En vez de celebrar la muerte de Jesús, estaría mejor que los cristianos se adecuaran a su vida. Pero la confesión de fe cristiana, i.e., el resumen oficial del cristianismo, llamado también Credo (Creo), no dice nada sobre la vida de Jesús: nacido de la Virgen María? crucificado bajo Poncio Pilato. En medio, un vacío? para el credo de los cristianos no juega ningún papel lo que hizo o dijo durante su vida...". "Pero Jesús nació para vivir. Y sus palabras han atraído a los seres humanos en grandes masas?" (pp. 411-412).
Tenga o no razón Ranke-Heinemann en algunas de sus apreciaciones, hay en todo ello algunas cosas incontestables. El vacío del Credo sobre la vida terrena de Jesús es un dato objetivo que se confirma en más de un caso. Por ejemplo, en la oración con la que termina el Angelus: "?para que, habiendo conocido por el anuncio del ángel la encarnación de Cristo, tu Hijo, por su pasión y resurrección?". Y entre encarnación y pasión, ¿nada? Aquí tenemos, pues, igualmente un salto desde la encarnación hasta la pasión, sin la menor referencia a la vida terrena de su protagonista. Tal vez este despego de la vida de Jesús sea la raíz explicativa de la absurda y anticristiana campaña contra el Jesús de Pagola, que precisamente contempla y presenta a Jesucristo en su aspecto vital humano, en su entrega a todo lo menesteroso y necesitado de sus contemporáneos como llamada práctica, no propiamente ideológica, al compromiso y a la acción de cada persona. A algunos eclesiásticos inmovilistas este afincamiento en lo humano ha podido parecerles un atentado al erróneo oscurecimiento que practican del Jesús hombre, miembro humano de un país y de una época determinada, pese a que esa realidad humana es un hecho real, significativo y muy importante.
También parece difícilmente discutible la preocupación fundamental de la Iglesia por la fe y cuestiones relacionadas con ella, por el sentimiento religioso, y su comparativamente escaso interés por las cuestiones de razonamiento religioso. Es más fácil prohibir, como practica ahora el obispo de Bilbao con el teólogo Andrés Torres Queiruga (DEIA, 08. 11.11, p. 35), que analizar las razones, aprovechar lo positivo y, en su caso, con un esfuerzo de objetividad, criticar lo que no parezca aceptable. El vicio de prohibir está muy arraigado en no pocos mandos eclesiásticos, que alejan así de la comunidad que presiden a quienes pensamos que Cristo trajo fundamentalmente el respeto profundo al ser humano, a su libertad y a su condición de ser racional. Aquí, el caso Pagola es el más conocido, pero hay otros muchos. La religión se anquilosa así en ritos y fórmulas vacías, consignas y cánticos, aburridos y frecuentemente horteras.
Finalmente, aun admitiendo la limitación, y hasta la maldad humana, es sorprendente que en nuestras sociedades occidentales, de raíz indiscutiblemente cristiana, no solo se conculquen extensamente los dos preceptos fundamentales del amor a los enemigos y de la prohibición de devolver mal por mal, sino que, sin olvidar a las gentes excepcionales que los practican, la práctica general es el odio al enemigo y el "pago con la misma moneda". Todos los días oímos y leemos "yo no perdono", "no perdonaré jamás", "que se pudran en la cárcel", etc. Todo ello de la más neta estirpe anticristiana.
Pues bien, parece la hora de preguntarse: sin dejar a un lado las aludidas limitación y maldad humanas, ¿no será ese ocultamiento, ese disfraz de la vida y actuación humana de Jesús, uno de los orígenes y causas de la tan traída y llevada descristianización? ¿No apartará a la gente de la religión católica la excesiva preocupación por la fe, por el sentimiento religioso, y el recelo quizá exagerado ante la reflexión religiosa? Tampoco es de despreciar, en mi opinión, la generalización de prácticas anticristianas como explicación de la llamada descristianización.
Al llegar al capítulo de las responsabilidades es muy fácil adjudicárselas a otros y olvidarnos de las nuestras. Pero ¿podemos eximirnos la gran mayoría de cristianos de la que nos corresponde por nuestros principios de acción contrarios al cristianismo? El odio al enemigo y el pago con la misma moneda son cosa de todos nosotros principalmente y tal conducta aparta y apartará de nuestra concepción cristiana a toda persona que perciba la generalización de esas prácticas.
Sin embargo ¿no hay una responsabilidad especial de la jerarquía eclesiástica, desde el Papa hasta el último obispo? La Iglesia no puede caminar al compás de una curia paralizada en esquemas caducos, cuando, además, la curia carece de significación teológica de cualquier especie en el gobierno de la Iglesia, en donde la estructura de gobierno son los obispos con el Papa. La Iglesia es de Jesucristo; no del Vaticano ni de su curia. Ni de este o aquel obispo. Ni, en general, de obispos que nos dan la impresión de actuar como funcionarios de esa desafortunada institución curial que el Vaticano II estigmatizó, pero no logró eliminar, en vez de conducirse como sucesores de los apóstoles. Este desvío teológico nos hace ver en la Iglesia una realidad administrativa y política, ajena, a mi entender, al ejemplo de vida de Jesús.
¿Puede caminar la Iglesia al ritmo de un ensombrecimiento generalizado de la vida y hechos de Jesús por el exceso de acento en sus aspectos sobrehumanos y milagrosos? Él predicó poca doctrina teórica. Sus enseñanzas son, en gran medida, ejemplo de conducta. Y su predicación es lo que atrajo a grandes masas de personas. Alejarse de su vida puede explicar la pérdida de interés del cristianismo para grandes masas de gente. Y entre los orígenes de este alejamiento están en primera línea los estamentos de gobierno oficiales de la Iglesia.
Lo mismo podría decirse del fuerte recelo ante el razonamiento y la reflexión, y el primado de la fe en barbecho, sin base en la meditación y en el conocimiento. Primar esa actitud es obra principal de parte importante de la Jerarquía y de ciertos elementos del clero en predicaciones, catecismos y demás instrumentos de promoción religiosa. Naturalmente, el clero está mal acostumbrado; cuando predica en una Iglesia nadie levanta la voz para hacer las objeciones oportunas que más de uno sentimos en nuestras conciencias. Sin contraste de opiniones, el clero va satisfecho de sí mismo y ni siquiera imagina que otros pueden pensar otras cosas.
Este panorama revela, a mi parecer, una seria y lamentable involución respecto del Concilio Vaticano II, aun cuando con frecuencia la jerarquía, empezando por el Papa actual, se empeñe en contarnos otra cosa.