El mercado vicioso
Estado o mercado era la disyuntiva cuando el socialismo era socialismo, pero el Estado se convirtió en una red de oficinas que ideaba leyes, ordenanzas y reglamentos llamados a atemperar la voracidad de los capitalistas y la rebeldía reivindicativa de los obreros
LA economía ha invadido todos los ámbitos de nuestras vidas. No solo la política se ha supeditado a la economía, también nuestras vidas transcurren sumidas en la inquietud que produce cualquiera de las predicciones de economistas y otros tertulianos, poseídos de un pesimismo patológico. He dicho patológico, aunque ese pesimismo obedece a una estrategia tan achacable a las amenazas contenidas en el lenguaje economicista que continuamente esgrimen los poderosos amparados por la derecha política que, día a día, muestra sus fauces afiladas para tomar el gobierno a cualquier precio.
La voracidad de los mercados no era algo casual, no era una amenaza oculta e imprevista. Sin embargo, cualquier tipo de medida preventiva se hubiera encontrado con el fracaso si no se hubiera doblegado servilmente a sus pretensiones. Es esa la razón por la que la derecha capitalista (es decir, el ultraliberalismo) no ha hecho propuestas concretas en ninguna de las instituciones en que está representada y se ha limitado a vocear los acontecimientos y sucesos que definen la crisis. No contentos con ello, han hurgado en la llaga: lo que eran síntomas definitorios de una crisis clásica, cuyas consecuencias eran el aumento del paro y el crecimiento del número de hogares pobres, ahora lo son de una catástrofe de consecuencias imprevisibles. Cada día, más aún, cada hora; las pantallas de los ordenadores renuevan su rosario de noticias estridentes: las primas de riesgo de nuestra deuda, la deuda misma, el déficit, las agencias de valoración y no sé cuantas cosas más acuden a sobresaltarnos en lugar de venir en nuestro auxilio.
Allí donde ha habido un reducto de gobierno de izquierdas, la derecha se ha mostrado fiel a una consigna indecente dejando que el edificio se desmorone y se lleve por delante al gobierno. Los ejemplos son nítidos. Uno tras otro, los gobiernos socialistas europeos han sido atacados recurriendo a intervenciones no siempre suficientemente justificadas. Organismos internacionales de muy dudosa credibilidad, por su escasa vocación democrática, han dictado en contra de dos de los tres gobiernos socialistas que quedaban en Europa, Grecia y Portugal, y mantienen en vilo al tercero en discordia, España, a pesar de que las cifras no justifiquen, ni mucho menos, la urgencia de las amenazas. Pero la fechoría ultraliberal precisaba nuevos ingredientes. Ahora también se trata de derrotar a Obama, que se había convertido en símbolo mundial del progresismo desde su llegada a la Casa Blanca.
Los Estados, como las personas o las familias, se han endeudado porque lo han querido sus dirigentes, pero sus deudas han crecido en exceso hasta convertirse en impagables. Se han endeudado porque ha habido quienes lo han autorizado, dado que dichas deudas han sido aceptadas a pesar de haber podido ser reconducidas. Llegados a tan excesivos niveles de endeudamiento, aún no se ha levantado el brazo ejecutor del mercado, pero los augurios no lo descartan. Estado o mercado era la disyuntiva cuando el socialismo era socialismo, pero cuando se convirtió en socialdemocracia a través de aquel pacto de no agresión entre el capital y el trabajo, el Estado se convirtió en una mera red de oficinas en las que se ideaban las leyes, ordenanzas y reglamentos llamados a atemperar tanto la voracidad de los capitalistas como la rebeldía reivindicativa de los obreros. Ahora, en la situación actual, queda de nuevo demostrado que el Estado es una institución demasiado débil como para imponerse al mercado, hábilmente manejado por hilos invisibles hasta los que el Estado no es capaz de llegar.
Incluso EE.UU. puede llegar a sufrir una situación de quiebra real. La suspensión de pagos es ya inminente. ¡Quién lo diría de un país que tiene distribuidos tantos miles de soldados por todo el mundo! ¡Nadie lo hubiera creído de un país cuyos presidentes han amenazado a todos los que no se han avenido a sus proyectos! Pues sí, cuando EE.UU. deje de pagar sus deudas, sus acreedores también dejarán de hacerlo. Y si llega ese momento será porque los republicanos yanquis, astutamente liderados por los fascistas económicos del Tea Party, no están dispuestos a acordar nada con Obama. Más o menos, lo mismo que viene ocurriendo en España, donde Rajoy y sus boys no paran de criticar al presidente Zapatero y al PSOE, a los que achacan la autoría de todos los males sin detenerse a leer e interpretar el verdadero diagnóstico de la crisis.
Si Obama se desgañita pidiendo a los republicanos que le permitan aprobar unos presupuestos no deficitarios que ayuden a mitigar la deuda, Zapatero lo hizo antes con los populares de Fraga, Aznar y Rajoy, obteniendo la misma respuesta que la dada por los republicanos. De este modo, la política se desmorona porque las grandes ideologías sociales se ven obligadas a renunciar a buena parte de sus conquistas. Lo que está en juego en esta crisis es el papel que debe jugar el Estado al que cada vez se le ha no solo enflaquecido más en sus estructuras sino debilitado en sus funciones organizadoras de la sociedad y la convivencia entre sus miembros.
A pesar de que nuestra Constitución sea realmente exigente dictaminando derechos básicos para todos, que son gestionados y administrados a través de una organización autonómica cuyo objetivo, ciertamente encomiable, fue respetar derechos históricos o acercar el Estado cuanto más a los ciudadanos, ya no es extraño encontrar prebostes de la "recentralización", con objeto de reducir el gasto público. Y todo esto se pregona sin hacer referencia alguna al perjuicio que supone para los ciudadanos la privatización de dichos servicios básicos: sanidad, educación, políticas sociales, atención a personas dependientes, pensiones?
Se trata, pues, de evitar el déficit y aligerar la deuda pública, pero si a alguien se le ha ocurrido que la provisión de fondos públicos para el mantenimiento del gasto social pudiera proceder de una adecuada recaudación de impuestos, que no lo espere. La ortodoxia capitalista demanda que la presión fiscal sea mínima para que crezca la economía. De poco sirve constatar que en medio de la crisis los beneficios de las entidades bancarias y de las grandes compañías transnacionales son astronómicos. De poco sirve advertir que el reparto de la riqueza es desequilibrado. Tanto que mientras un 20% de los españoles vive por debajo del umbral de la pobreza, las grandes fortunas van creciendo muy por encima de lo éticamente permitido.
Los gurús de la economía reclaman austeridad a todos mientras dan buena cuenta de opíparos manjares en los restaurantes de moda. Uno de los Garrigues (perdón por no recordar quién, pero el apellido es suficientemente sonoro y significativo) dijo hace pocas semanas que en esto de hacer comentarios sobre la crisis actual, hay que huir de los juicios efectuados con pan y mantel. No le faltó razón. Yo he visto pontificar a Mario Conde, y a otros atrevidos doctores de la materia a pesar de su historial. Parece ser que para opinar sobre economía es imprescindible haber tenido (o tener) dinero. En la teoría económica dominante la suma y la multiplicación generan riqueza, principalmente a unos pocos: cuantos menos sean, más ricos son. Igualmente, la resta y la división generan dignidad. Los mercados nunca fueron manantiales de dignidad. El Estado debe ser preservado porque la igualdad, que es el valor más importante de los que debemos defender los humanos, solo podrá sobrevivir si es el Estado el que la procura y garantiza.