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La incompetencia sale al exterior

El abandono en Abiyán por la embajada española y el Ministerio del joven bermeano y su familia, pero sobre todo la ausencia de la más mínima sensibilidad a sus demandas de ayuda llevan a preguntar de qué sirve un Estado que no protege a sus ciudadanos

LA situación del joven arrantzale bermeano, Aitor Fernández del Campo, su esposa marfileña Nina Youk y el hijo de cinco años de ambos, atrapados en mitad de los combates y el pillaje de la guerra en su casa de Abiyán, la capital de Costa de Marfil, con riesgo evidente de perder la vida, y su denuncia respecto a lo que consideran un incomprensible abandono por parte de la embajada española en el país africano, así como por el escaso interés mostrado por la embajadora, Cristina Díaz Fernández-Gil, ante las peticiones de la familia de Aitor, incide en lo que de modo incomprensible empieza a ser una constante en los casos en los que ciudadanos con pasaporte español se ven sorprendidos por conflictos o catástrofes en otros países. Que el único interés que ha percibido la familia Fernández del Campo llegara a través de un técnico -ni siquiera un cargo público- de Acción Exterior del Gobierno vasco y a través de cauces no oficiales, mientras el Ministerio de Exteriores español y la embajada en Abiyán se limitaban a cruzarse de brazos con el agravante de una total ausencia de sensibilidad ante el drama humano de las familias, es una inasumible repetición de actitudes que ciudadanos vascos pero también de otros lugares del Estado español han denunciado anteriormente. Sin ir más lejos, en los primeros días de la revolución libia, tuvo que ser la empresa Repsol la que coordinara la evacuación de sus trabajadores y de otros ciudadanos europeos ante la inacción y el abandono de la delegación estatal y del embajador en Trípoli, Luis Francisco García Cerezo. Y en el terremoto de Japón, las críticas ante la desidia del representante del Estado español en Tokio, Miguel Ángel Navarro, para con los poco más de dos mil residentes en el país sobre los que debía haber asumido la responsabilidad, también fueron notorias. Que la embajadora española en Costa de Marfil y el Ministerio de Exteriores que dirige Trinidad Jiménez no hayan hecho absolutamente nada cuatro días después de que la familia Fernández del Campo lanzara su primera llamada pidiendo ayuda, lleva a cuestionar de nuevo la labor de las embajadas, convertidas en simples oficinas de negocio y gestorías de intercambio de flujos de información comercial. Pero, sobre todo, lleva a preguntarse para qué sirve un Estado que, si ya dentro de sus fronteras ha mostrado señales claras y reiteradas de ineficacia, en el exterior no es capaz en pleno siglo XXI de proteger a sus ciudadanos y ni siquiera logra -si es que lo ha intentado- que las fuerzas armadas desplegadas en la zona por un país aliado como Francia, de cuyo apoyo el Gobierno español se precia y alardea constantemente (e igualmente miembro de la Unión Europea), los ponga a salvo como ya ha hecho, lógicamente, con sus compatriotas pero también con ciudadanos alemanes y de otros países y miembros de diversas embajadas.